La Hora

Junín, Mendoza

viernes, 9 de septiembre de 2011

LOS HEXÁGONOS INFERNALES



Adolfo lleva varias lunas viviendo en el Barrio San Pedro. Arribó al complejo habitacional de intrincado diseño una tarde de noviembre, convocado por las sinuosas caderas de Rosario Sacristán, la hija del carnicero. La ingrata fémina lo envolvió en una maraña de besos y nomeolvides una noche en un bailongo de Giagnoni, y el pobre escribano Aranda cayó rendido ante las faldas de Rosario. Su celular no tenía señal, y por más que caminara y caminara no encontraba ningún ciber para enviar un mail. Golpeó la puerta en la casa 4 de la manzana B, pero, ante el desconcierto de Aranda, apareció en el umbral una anciana en batón y chancletas.
-                           Buenas señora. ¿Está Rosario?- preguntó tímidamente Adolfo.
-                           ¿Qué Rosario?. ¡Acá no vive ninguna Rosario! ¡Váyase por donde vino o llamo a la policía!- contestó la mujer arrojando una piedra que por poco no golpeó la cabeza del enamorado

Así anduvo deambulando por las calles del barrio, dando vueltas en redondo, o mejor dicho, en hexágonos equiláteros. Se proponía dar vuelta a la manzana con el propósito de llegar al mismo punto de donde había partido, pero de pronto se encontraba con un baldío que antes no había visto, un kiosko sorpresivo o un árbol desconocido. En medio de su turbación acertó a pasar por allí una joven y bella lugareña. La abordó y le preguntó tan solemnemente como su trabajo de amanuense lo exigía:
-                           Buenas tardes señorita. Quisiera hacerle un par de preguntas-
-                           Empezó mal caballero. Me dijo buenas tardes y recién son las 10 de la mañana- contestó la mujer.
La confusión aumentó. En este barrio del demonio no solo uno se pierde en sus calles que no terminan y no empiezan nunca, sino que también las coordenadas temporales estaban fuera de lugar. Aranda juraba haber salido de su casa de calle Viamonte a las 4 y media de la tarde, y ahora se encontraba a las 10 en el San Pedro. En unos segundos volvió de sus cavilaciones de viajero extraviado y continuó la conversación:
-                           Usted verá. Me avergüenza decirlo pero me encuentro perdido en este barrio al que no había venido nunca. Busco a Rosario Sacristán. ¿La conoce usted?-
-                           No se avergüence porque yo también llegué hace cuatro años detrás de un hombre de palabra fácil, pero al llegar aquí le perdí el rastro. No conozco a su chica. En realidad le confieso que es inútil conocer a alguien aquí. En unos minutos uno se olvida de las personas que encuentra por estas calles. ¿Su nombre?-
-                           Aranda, Adolfo Aranda.
-                           Mire Aranda. Permítame hacerle una sugerencia. Trate de salir de aquí antes de que caiga el sol, si es que quiere volver. Acompáñeme a casa. Le daré una madeja de lana. Extiéndalo siempre mirando hacia el este. No se si podrá irse, pero por lo menos volverá al punto de partida. Mi nombre es Ariadna. Que tenga suerte-

Aranda lo hizo. Desplegó la madeja hacia el este, más al volver atrás para encontrar la otra punta descubrió que la lana no tenía fin. Parecía haberse multiplicado al doble, o al triple de su longitud normal. Ya al borde de la desesperación se acercó a un vendedor de películas piratas, que estaba apostado en la vereda de una mercería.
-                           Jefe, por favor. Dígame como carajo salgo de este laberinto de mierda- le gritó en la cara Aranda, perdiendo toda su compostura, al comerciante.
Sonriendo le contestó:
-                           Maestro, si lo supiera ya no estaría aquí. Acá como me ve soy médico cardiólogo. Tenía un consultorio, familia y un buen trabajo en una empresa de medicina privada para incrementar mis ingresos. Pero un día vine a cubrir una emergencia y me quedé sin poder salir. Ni yo ni el chofer de la ambulancia. Es el verdulero de la otra cuadra.-
-                           ¿Y por qué no ejerce su profesión en el barrio?-
-                           ¿Usted me está cargando? ¿Quién se atendería con un médico sin título?. Además nadie localizaría mi consultorio. Aquí nadie localiza a nadie.-
-                           ¿Conoce a Rosario Sacristán?. ¿Cómo la puedo hallar?-
-                           Vaya acostumbrándose amigo. Aquí solo puede encontrarse con su propia soledad. Si le sirve de algo en esa casa de rejas negras vive doña Cecilia, la bruja del barrio. Quién le dice que a través de ella pueda hacer un pacto con el diablo que lo saque de acá. Yo ya tengo mi negocio próspero y hasta le estoy tomando cariño a este andurrial ¿No me va a comprar nada?

Aranda no compró nada. Cruzó la calle y golpeó a la puerta de la hechicera. Le abrió una mujer a la que los años habían alcanzado en su camino a la vejez, pero que aún conservaba un brillo juvenil en sus ojos de lince.

-                           Pase amigo, lo estaba esperando.- le dijo a Aranda la enigmática sibila.
-                           ¿Usted me conoce?- inquirió el extrañado escribano.
-                           Yo no. Lo que se es que usted busca salir del barrio. La desolación se dibuja en su rostro.-
-                           ¿Conoce usted a Rosario Sacristán, la hija del carnicero?.-
-                           No conozco ningún carnicero. Hace años que renuncié a comer carne al no encontrar un establecimiento de esas características. Pero vamos a lo nuestro. Usted necesita un guía, alguien que lo oriente en medio de su azoramiento. Lea esto en voz alta-.

La nigromántica le alcanzó a Aranda un papel doblado. El lugar era horrendo, lleno de crucifijos e imágenes de San La Muerte, de Gauchito Gil e ídolos africanos. Comenzó a leer unas palabras en latín, una alabanza al señor de las tinieblas y un nombre que debía presentarse ante él: Astaroth.

Astaroth es el "gran duque del Infierno", de la primera jerarquía demoníaca, en la que también pertenece Belcebú y Lucifer.
Es un demonio de primera jerarquía que seduce por medio de la pereza, la vanidad, filosofías racionalistas de ver el mundo y su adversario es San Bartolomé, que puede proteger contra él porque venció las tentaciones de Astaroth. Inspira a los matemáticos, artesanos, pintores y otros artistas liberales, puede volver invisibles a los hombres, puede conducir a los hombres a tesoros escondidos que han sido enterrados por hechizos de magos y contesta a cualquier pregunta que se le formule en forma de letras y números en multitud de lenguas.

Adolfo Aranda estaba imbuido en su letanía infernal cuando golpearon la puerta. Cecilia abrió y apareció en el comedor un alto y apuesto caballero. Vestía un traje azul cruzado, zapatos de gamuza, y un trabajado peinado a la gomina que aplastaba los cabellos rubios del recién llegado. Sus ojos celestes conducían a los secretos más insondables.
-                           Usted me llamó. ¿Qué necesita?- preguntó Astaroth a su atónito interlocutor.

Aranda contó otra vez, una vez más su repetida de historia. Habló de la inalcanzable Rosario Sacristán, de su deambular por las calles del San Pedro y de su intención por volver a casa.
-                           ¿A casa?- preguntó con curiosidad maliciosa el demonio. –Lo que me pide en imposible-.
-                           ¿Por qué me dice eso?.Esta mujer me dije que acudiera a usted, que podría sacarme de este laberinto atroz.
-                           Volver a su casa es imposible amigo, porque esta es su casa-.
-                           ¿Qué dice?. Exijo hablar con su jefe. Quiero ver ya a Satanás-, dijo Aranda tomando por la solapa a Astaroth.
-                           Me temo que eso también está fuera de mi alcance señor. Usted no puede ver a Satanás porque Satanás es usted-.
Astaroth desapareció. Aranda se fue de aquel lugar. Afuera lo esperaba un laberinto eterno, una colección de senderos y pasadizos donde ya estaba condenado a vivir eternamente, con una nueva identidad, y con una misión de la cual en ese momento comenzaba a comprender. Ya no le preocupaba encontrar a Rosario Sacristán. Solo quería encontrarse a sí mismo.

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