La Hora

Junín, Mendoza

jueves, 20 de octubre de 2011

SOLEDAD


En plena luz no somos ni una sombra.
Antonio Porchia

Dejé de acompañar a Fernando hace dos meses. Comencé a experimentar mi separación con él una mañana en la que me desperté para ir a trabajar y ya no estaba, se había ido sin mí. ¿Se habría enojado por algún motivo conmigo?. No, imposible. A decir verdad jamás se percató de mi presencia, o si lo hizo aceptó como natural mi cercanía para con su cuerpo. Salí a caminar por las calles sanmartinianas, por primera vez sola desde que tengo memoria. Entré al Magdalena, un café al que solía acompañar a Fernando en sus interminables tertulias literarias con sus amigos poetas. Después crucé la ruta y me dirigí hasta el Paseo de la Patria, donde me senté frente a unos abuelos que daban de comer a las palomas. Pude ver mucha gente andando por ahí, pero cada uno andaba en lo suyo, indiferente a las de mi clase.

Me pregunto dónde andará Fernando. Quizá esté el Club Social. Solía hacer eso por las noches, y esta noche eterna es propicia para sus partidos de truco. Quizá haya viajado hasta Junín, a la casa de su hermano Oscar. Podría ir a buscarlo allí, pero no tengo idea de cómo subir a un micro. Siempre dependí de Fernando para todo, y la subordinación a la que estuve atada durante tantos diciembres me ha hundido en esta brutalidad estructural que me avergüenza. ¿Estará tal vez abrazando a Marcela? ¿Cómo saberlo?

Crucé la calle y me senté en un banquito del Parque Sarmiento, donde la luz me diera de lleno. Pero es inútil. Es luz artificial, no solar. Y la vida al amparo de los faroles es una vida ilusoria. Hacia mi izquierda un niño revuelve la basura buscando restos de comida en un container. A mi derecha una jauría hambrienta acecha al pequeño esperando que finalice su tarea para ir sobre los restos. ¡Qué triste está la ciudad bajo este manto de luto!

El cielo oscuro se comienza a poblar de nubes negras. En minutos lloverá. Mala suerte la mía. En otros tiempos había que orarle a todos los santos para que cayeran unas pocas gotas, y ahora cada noche era una amenaza de diluvio. Inconscientemente atiné a cubrirme con mis manos levantando mi abrigo, tal como lo hacía Fernando en medio de las peores tormentas veraniegas, pero enseguida recordé que la lluvia no me afectaba.

Triste destino el mío y el de las de mi especie. Obligadas a depender de otro ser, a obedecer sus caprichos sin chistar, sin esbozar siquiera una reacción en contra de su voluntad. Forzadas a levantar una mano si nuestro compañero lo hace, a correr si lo ordena; a amar, sin que podamos gozarlo; a callar, aunque nos toque en suerte el más verborrágico de los mortales.

Camino sin saber donde en medio de la lluvia. He llegado a una triste conclusión. Soy la única de mi estirpe que ha sobrevivido al cataclismo. Ése que se desató el 12 de diciembre. Ése que comenzó con un tenue ronroneo, como si millones de hormigas pasaran destrozando hojas a su paso. El zumbido fue seguido de densos nubarrones negros, las mismas nubes que me abrigan en esta penumbra perpetua. Una densa capa de algodón azabache pobló el cielo y nunca más se retiró. Las nubes de lluvia se forman bajo este inmenso caparazón, vaya a saber bajo que procesos químicos, ya que el Sol, imprescindible para su nacimiento, ya no está entre nosotros. Al principio pareció eso, una tempestad estival de aquellas que vienen con granizo. Pero el correr de las horas mostró a todos que aquello era algo más. Las autoridades comenzaron a preocuparse sin saber muy bien que hacer. Serían esfuerzos estériles. Cuando la naturaleza reacciona no hay ser humano capaz de enfrentar su furia. Poco a poco los vegetales fueron languideciendo sin el sol que las alumbraba. Los animales comenzaron a partir de allí un peregrinar sin sentido buscando un destello salvador. Nada de eso sucedió.

        Mi propia esencia quedó desvirtuada por la falta del astro solar. ¿Qué es una sombra sin luz?. Nada, apenas una fosforescencia insignificante a la que nadie presta atención. Me mantendré con vida mientras la iluminación artificial subsista, pero mi existencia tampoco tiene sentido sin el hombre al que acompañé toda la vida. Ahora caigo en la cuenta que Fernando habrá muerto, ya que no me encuentro a su lado. O se habrá hundido en una oscuridad absoluta, esperando la muerte que lo alcanzará, como a todos. En este infierno no hay lugar para la esperanza, todo está teñido de carbón. Y yo me iré apagando lentamente, como mis pares que ya desaparecieron, porque yo también llevo la oscuridad en mi ser, y mi lobreguez no se lleva bien con la tiniebla que nos envuelve.

martes, 11 de octubre de 2011

ME GUSTABA LA LUNA DE SETIEMBRE


Desde niño me gustaba la luna de setiembre. Parece una locura, pero en mi entendimiento creía que era más límpida, más acogedora, más mía. Con mi hermano Ernesto nos quedábamos mirándola extasiados, imaginando un mundo paralelo en su superficie. Nos sentíamos unos Barbicane y Maston que soñaban en un futuro lejano llegar a la Luna. Hasta que papá aparecía con el cinto en la mano y el sueño espacial se terminaba bruscamente. Eso sí, dejábamos la ventana abierta para que el reflejo del satélite inundara nuestra habitación. Don Leocadio, le estoy hablando de los años ’20 más o menos, así que todo aquello parecía una quimera.

Conocí los deleites de la carne a mis diecisiete años, también bajo la luna de setiembre. La dama en cuestión se llamaba Virginia Fernández, la hija del almacenero del pueblo. A decir verdad no fue difícil llevarla a los yuyos, es más, fue groseramente fácil. La cuestión es que terminamos cosechando el beso que crece en la penumbra en la espinosa finca de Roby, llevándonos como recuerdo de aquella noche de lujuria numerosas y diminutas colas de zorro. Si supiera Don Leocadio lo que era esa hembra. Alta, fornida, morena, tenía la fuerza de diez hombres y la predisposición venérea de un harén libanés completo.

Me casé tres años después. No Don Leocadio, no me casé con Virginia. Ella, en una inesperada maniobra evasiva, se fugó con un viajante de cigarrillos. Me terminé entreverando con Ester, la hermana menor, la menos agraciada. Buena mujer le diré. Gentil, servicial, sumisa pero escasamente dispuesta a mis embates venéreos. Nos casamos en setiembre, de noche, en la cancha de Andrade. No me hizo falta más que clavar mis ojos en los de mi flamante esposa para darme cuenta que a partir de ese momento viviría un letargo interminable, un aburrimiento titánico, una resignación invencible.

Dos hijas tuvimos, Elena y Marta. La mayor, soñadora como el padre y aletargada como la madre, acabó casándose con el gallego González, el panadero que repartía su mercadería en una camionetita Ford verde. A mi mujer mucho la relación no le gustaba. Cuando iban a ver la función en el cine Maruxa en Rivadavia lo hacían acompañados de mi vigilante mujer. Yo no los acompañaba. El cine no era lo mío. Los dejaba en la puerta y me iba a jugar un truquito al Mariano Moreno. Mi hija Elena soñaba con la luna como yo, pero terminó convirtiéndose en una adormecida gorda de 120 kilos, donadora de caricias espóradicas. Pobre mi yerno, destinado a portar mi misma cruz.

La Marta en cambio me salió bien puta, gracias a Dios, como su tía Virginia. Esa nació en setiembre, el 22. Era mi consentida, la regalona de papá. Y de todo el pueblo. Desde los 12 años mi mujer tenía que andar persiguiéndola, debido a su afición a explorar terrenos baldíos y cañaverales ariscos con nuestros atrevidos vecinos. A los 17 se escapó con Venancio Aguilera, el director de la escuela Gazcón, ante la tristeza de mi señora, y de la señora de Aguilera.

Me echaron de la bodega Guerrero en el ’65. Adujeron razones presupuestarias. Y que estaba viejo. Una mierda. En realidad el tipo lo que quería era cambiar la razón social. La cuestión es que quedé en la calle, y caí en una infinita tristeza, que con los años alcancé a conocer la dimensión de mi desolación: había caído en una enfermedad llamada depresión. Me quedaba las horas mirando la luna, fumando mis cigarros armados o tomándome un tinto. Confirmé mi tesis sobre el lejano satélite: la luna de setiembre no era como la de enero, o la de marzo, o la de agosto. La luna de setiembre invitaba a soñar, llamaba a reflexionar, convidaba a recordar.

La depresión me duró unos 2 años, tiempo exacto en el que conseguí trabajo en Gargantini. Allí nos mudamos con Ester, prologando aún más en el tiempo nuestra inapetente pasión. Me armé una hamaca entre las ramas de dos olivos y ahí me sentaba por la noches a mirar la luna, a veces siolo, a veces con mi nieto Raulito, el hijo de Elena, que salió con los mismos arranques melancólicos de su abuelo. Esos momentos con mi nieto fueron los más felices de mi vida, aliviado al fin de volver a encontrar a alguien que disfrutara conmigo de mis delirios.

Me gustaba la luna de setiembre. Mi mirada estaba siempre dirigida al cielo. Sé que le puede parecer raro. A usted se lo ve mucho más atado a la tierra, más lógico, más cerebral. Por eso me río tanto don Leocadio. Por la ironía de la vida. A mi, que me gustaba tanto observar el firmamento me tocó caer boca abajo en esta fosa, descoyuntado por el bruto del sepulturero. Usted, tan aferrado a los asunto terrenales, terminó con la mirada hacia arriba, buscando las estrellas que nunca verá por las capas de tierra que nos cubren. En esa paradoja nos encontramos, con mi rodilla clavándose entre sus costillas, esperando el instante en el que se acabe todo, cuando el sepulturero se digne a terminar con esta agonía y nos cubra para siempre con cal viva.