La Hora

Junín, Mendoza

viernes, 23 de septiembre de 2011

Araceli


No sabés lo que sentí cuando me enteré que Araceli González vendría de visitar a San Martín. La perfumería que la traía contrató publicidad callejera y con mis compañeros nos enteramos a través del pregón de un Renault 12. Mis compañeros estaban alterados, como cualquier adolescente pero para mí era mucho más que un símbolo sexual. Me creía enamorado de la mina. Estábamos en 4º año, creo, y ella hacía La Banda del Golden Rocket. El programa era una pedorrada, y la verdad es que Adrián Suar, Diego Torres y Fabián Vena me importaban un carajo. Solo ella me importaba ella. Grabé con mi videocasetera la escena en la que ella llega al casamiento de Adrián Suar y se pone contra la ventana, y la veía una y otra vez, una y otra vez. Ya sé lo que estás pensando, lo veo en tu sonrisa. Pero lamento decepcionarte. Nunca le dediqué ninguna manuela. Para mí ella representaba la pureza, la belleza sin mácula, el amor en estado virgen.

El desfile se haría en el San Vicente, organizado por la promoción ’91, con la intención de recaudar fondos para el viaje de egresados a Villa Carlos Paz. La fecha: 22 de setiembre. Adrián Páez tenía un filo en esa escuela, y así conseguimos entradas para el evento. Cuando nos lo contó yo estaba feliz, inmensamente feliz. Me ligué las cargadas de mis compañeros, pero no des di pelota. La emoción de tenerla a metros me hacía respirar más aceleradamente, y soñaba despierto con una huída de novela con el objeto de mi sentimiento juvenil.

Quedamos en juntarnos en la plaza San Martín, para ir en grupo. Ahí estábamos. Adrián, el fachero; el gordo García, el bromista de curso; el Caña Maranesi, el más serio. Y yo, el más enamorado. Ellos se tomaban el evento como una aventura, principio de conquistas del momento. Para mí era la oportunidad de tener a mi amor imposible frente a mis ojos, al alcance de mis manos. Caminamos por la 9 de Julio y después por 25 de Mayo. Yo estaba en otro mundo, imaginando como sería ese instante. Al pasar Bailén ya se alcanzaba a ver la gente en las inmediaciones del Colegio. Mucha gente, demasiada para un encuentro amoroso, pensaba. Cobrando entrada estaba la novia de Adrián. Tuvimos que bancarlo un buen rato mientras la envolvía en abrazos y le susurraba en el oído vaya a saber cuantas indecencias. Adrián en el amor era un asesino serial. Pasados unos cinco minutos se acercaron a nosotros. Mariana, así se llamaba la compañera de Adrián le habló a un precioso terceto de mujeres, y juntas vinieron a nosotros. La que me tocó en suerte era una caderona morocha. Su nombre no está lejos de Lucía o Luciana. Vivía por Chapanay. La verdad que mucho no me importaba. Solo quería que el desfile comenzara pronto.

La gente empezó a llenar el patio interno de la escuela. Alumnos, padres y directivos. Padres y madres. Hasta el intendente estaba. Parecía como si San Martín entero se hubiera movilizado a ver a la estrella que visitaba la ciudad. O al menos eso me pareció. Adrián cuchicheaba con su Mariana y me miraba. Me pareció que sonreían. Me sentí incómodo al sentirme observado. De pronto Mariana se acercó a mí y me dijo:
-                           Quedate cerca del escenario. Tengo una sorpresa para vos.
Le agradecí, aunque no sabía qué corno le estaba agradeciendo. Como me pidió la novia de Adrián me senté en la primera fila, en el último asiento, al lado de una madre que me hizo sentir náuseas por el perfume con el que se había bañado. Se apagaron las luces, subió la música, apareció el locutor y comenzó el desfile.

Abrieron el show niñas de entre 5 y 12 años, luciendo ropa infantil. Fue un largo y tedioso comienzo, por lo menos para mí, que no había ido a ver niños precisamente. El segundo plato, podríamos llamarlo así, fueron los modelos masculinos. Ahí me divertí un poco más. Las más zafadas de las alumnas del colegio dirigían miradas teledirigidas a los andróginos prototipos, las damas de sociedad simulaban el interés por los gallardos jóvenes y nuestro grupo lanzaba los más ordinarios improperios. El gordo García disfrazaba su voz para extremarse aún más en las barbaridades expresadas. El gordo siempre fue así, nunca tuvo vergüenza.

Hasta que al final se adueñaron de la pasarela las modelos femeninas. Flacas, casi escuálidas, muchas representaban el patrón de belleza de los ’90. Algunas alumnas del San Vicente, algunas de la Escuela de Modelos de San Martín, algunas, ninguna, todas… Hasta que ella apareció. Esbelta, fresca, radiante, iluminada, frutal, me faltaban adjetivos para definirla. Tantas mañana viendo el poster de la 13/20 al levantarme, para ahora observarla a escasos metros de distancia. En la primera pasada desfiló con ropa informal. Un jean gastado, remera blanca, y una camisa desprendida a cuadros turquesa.  La segunda pasada fue con un vestido de noche, azul francia. En esos menesteres admirativos me encontraba cuando se me acercaron Adrián y Mariana. Adrián me encajó un ramo de rosas en las manos y me dijo al oído:
-                           Tomá gil, en el cierre se lo das en la mano. Y ojo con lo que hacés- finalizó riendo.
En la manos… ¿sería capaz de acercarse sin caerse del escenario?. A partir de allí el desfile se transformó en un ir y venir de figuras, marionetas de la moda, arlequines de la nada. Sólo esperaba el breve y adorado instante en el que colocara el ramos en sus manos. ¿Me correspondería con un beso, una sonrisa?

Los acordes de Cream de Prince anunciaron el cierre del desfile. Uno a uno fueron pasando hombre y mujeres, vestidos con ropas que no eran de ellos. Pensaba en lo ridículo de estas fiestas, en las que los espectadores admiraban cuerpos y atavíos ajenos, aún comprendiendo que solo eran quimeras que nunca alcanzarían. Como mi fantasía de amor con Araceli.

Araceli avanzó por la pasarela. Era el momento. Yo temblaba, mis manos estaban mojadas de sudor, mis ojos se clavaron en ella. Se paró frente al público, y cuando arreciaban los aplausos Adrián me empujó hacia el escenario.

-                           Ahora. Dáselo ahora-.
Subí por la estrecha escalera. Lo que sigue todavía me avergüenza, y cada vez que me encuentro con el hijo de puta de Adrián me lo recuerda cagándose de la risa de mí. Me aproximé a ella y le di el ramo. Y sucedió algo que no estaba en mis cálculos. Me miró fijamente, como ninguna mujer me había mirado hasta ese momento, colocó su brazo sobre mi hombro derecho y despacito, susurrándome al oído, dulcemente me dijo:
-                           Nene, subite el cierre que tenés la bragueta abierta.
Me bajé del escenario lentamente pero decidido. Gané la calle de un saque, fui hasta la parada subiéndome la cremallera en el camino. Al llegar a casa bajé el poster de Araceli y su mirada soñadora. En su lugar colgué el del River de Passarella. Creo que ese día maduré.

jueves, 15 de septiembre de 2011

LA CASA DÍAZ

Guillermo Martínez está feliz con la transacción realizada. Adquirió la Casa Díaz en un precio casi irrisorio. La vieja mansión decimonónica de estilo inglés se encontraba en manos del estado y la Municipalidad de Rivadavia creyó más viable vender la propiedad que restaurarla. Es que verdaderamente estaba muy deteriorada.  Su fachada se hallaba cubierta de un tinte negruzco, producto de la humedad. De los frisos que rodeaban la puerta quedaban muy pocas huellas, sobreviviendo estoicamente el nombre de la mansión. Casa Díaz rezaba la leyenda en letras neogóticas colocada en el umbral. El techo de media agua estaba carcomido por el óxido y la mierda de paloma. La puerta se encontraba descascarada y con unos enormes agujeros. La cerradura había sido literalemente volada. La mansión requería una reparación total y se dispuso a comenzar la obra inmediatamente. Ese día lo destinó a comprar pintura, chapas nuevas, madera y machimbres, y a ordenar la fabricación de nuevas rejas que reemplazaran a las herrumbadas que tenía la casa. Realizó esta tarea con pasión, la que en raras oportunidades había tenido en su vida.

En verdad no tuvo mucho apoyo en su utopía reconstructiva. Su familia puso el grito en el cielo frente al febril gasto del hijo solterón. Sus amigos creyeron que había enloquecido. Su asesor financiero trató de disuadirlo de que concretara el negocio y pusiera en peligro el capital adquirido como empresario de la noche del Este. Nada de esto le importó a Guillermo. Pasó todo el día en la casa, junto a un arquitecto y su equipo, quienes lo tranquilizaron al explicarle que, a pesar de las dificultades derivadas del deterioro del edificio, era posible alcanzar el ideal pergeñado por Martínez. Trabajó a destajo y al final decidió pasar la noche en la casa, en un colchón pelado.

Colocó el jergón en una habitación del piso de arriba, cerca de la ventana. La dejó abierta, ya que hacía calor. Era una bella noche de octubre y la luna daba de lleno sobre la ventana y la cara de Martínez. Recordó como principió su empresa. Evocó el costo económico que conllevó el boliche. Rememoró las visiones apocalípticas de su familia zumbando en sus oídos: no va a funcionar. Estás tirando la plata. Se te va a llenar de borrachos y drogadictos. Estudiá y dejate de joder. En verdad era más costoso cargar con sus parientes que restaurar la decrépita casona. Pensando en esto sus ojos de a poco se fueron cerrando y cayó en el sueño, arrullado por los sonidos de las lechuzas, de los sapos, de los grillos. Durmió plácidamente una media hora, más un ruido en la planta baja lo sobresaltó.

Bajó por la escalera, prendió las luces. Había sido una buena idea pedir la reconección del servicio, ya que la casa era muy oscura. Examinó el amplio salón esperando encontrar algún intruso, pero allí no había nadie. Las únicas miradas que caían sobre él eran las de los Díaz, en uno de esos cuadros antiguos donde los participantes de la foto aparecían vestidos para la ocasión, y con una expresión cicunspecta dibujada en su rostro. Martínez no recordaba haberlo visto el día anterior, pero seguramente este detalle se le habría escabullido debido a la ansiedad de la mudanza y la fruición del trabajo realizado.

Volvió a la que había elegido como su alcoba, un depósito de trastos de los que se deshacería al día siguiente. Volvió a dormir. Volvió a soñar. Soñó que estaba en la casa paterna, en Andrade. Soñó estar viendo Carlitos Balá en la tele, tomando la leche. Soñó con la abuela Elvira yendo y viniendo por la cocina. Soñó con el sonido de la pava silbadora. Despertó alarmado. Ya no era parte del sueño. Realmente en la cocina sonaba una pava hirviendo. Bajó, ahora con más prisa y entró a la que fuera cocina de los Díaz. Se quedó absorto, mirando el panorama. Sobre la cocina estaba la pava, todavía humeando. No solo eso. Sobre la mesa de madera que se había encontrado al llegar, estaba puesto un mantel de hule, con figuras de jazmines y flores. Ollas y vasos esperaban ser lavados sobre la mesada. Un almanaque imposible decía que era el año 1978. La casa parecía vivir, aunque detenida en el tiempo.

Pasó al comedor, para ser ahora preso de una sorpresa y un terror indecibles. Al entrar a la sala los cuadros volaron para colocarse solos en la pared. El polvo de los muebles que encontró corroídos por el abandono se disipó, para encontrarse con la pana, el roble y el pino relucientes. La lámpara central ahora era una araña gigantesca, que iluminaba el cuarto con un resplandor blanquecino. Martínez se quedó en el umbral. Sus ojos no daban crédito al espectáculo que estaba viendo.

Entró nuevamente a la cocina. ¿Qué hacer en ese instante?. ¿Entrar de nuevo al comedor renacido?. ¿Volver rápidamente a su habitación, a internarse nuevamente en un sueño que lo hiciera olvidar de esta pesadilla?. ¿Quedarse en la cocina, hasta que este horror terminara?. Recapituló sus recuerdos de niño, cuando se corría el rumor de que la casa estaba embrujada. Arielito decía que allí vivía un viejito, que se quedaba con las pelotas que los niños arrojaban sin querer al patio, después de un puntapié demasiado vehemente. Pero despúes ese miedo había desaparecido, y la ambición por quedarse con el inmueble hizo que se disiparan sus últimos espantos. Ahora comprendía el bajo precio que el agente inmobiliario había colocado a un edificio viejo, sí, pero de un gran valor arquitectónico.

Inspiró aire para envalentonarse y encontrarse con lo inesperado. Ingresó en el comedor y se quedó en un rincón, detrás de las cortinas de raso de color marfil. En el sofá y en los sillones se hallaban apostados un hombre de unos cuarenta y cinco años, que parecía ser el padre de familia y que hablaba por teléfono nerviosamente. Una mujer, un poco más joven, entrada en años pero bella todavía que lloraba en el hombro de una anciana de rostro demacrado.
-                           No está en lo de tu hermana tampoco- decía el hombre.
-                           Ernesto, por favor, sacá el auto y salí a buscarla. A lo mejor está en lo de la amiga esa que tiene en San Martín.
-                           ¿Vos sos loca?. ¿No sabés que después de las nueve de la noche no se puede salir a la calle?. ¿Tenés el teléfono de esa chica?-
-                           No, vos sabés como es tu hija, que no le gusta que la molesten cuando está con las amigas. Pero si está ahí ¿por qué no avisa?-
-                           Por qué desde que va a la facultad hace lo que se le canta el culo, por eso-.
En ese momento entra en la sala una joven de unos veinte años. Es hermosa. Alta, esbelta, su pelo negro cae sobre sus hombros. Sus ojos negros se ven aún más intrigantes delineados. Viste una camisola blanca y una falda floreada. Al entrar es recibida por su familia con abrazos y llantos. Se llama Teresa.

-                           Me están siguiendo, quieren llevarme como se llevaron a Mariela. Los perdí doblando la esquina de Alem y Fausto Arenas.-
-                           ¿Quiénes te quieren llevar?-. preguntó la abuela.
-                           La policía abuela. Mariela se reunía todos los sábados con unos chicos peronistas, y uno de ellos la mandó al frente. Se la llevaron y como yo estaba en su casa creyeron que era del grupo. Papá, hablá con tus amigos gansos, acá hay un error-.

Martínez continuaba observando la escena, pero en su torpeza golpea con su mano derecha y un jarrón cae estrepitosamente al piso.

-                           ¿Y usted quién es?-. le preguntó Ernesto Díaz, poniéndose en guardia ante el intruso.
Martínez iba a comenzar a ensayar alguna excusa, o a contar la verdad de una manera que fuera comprensible para esta familia de los ’70, y para el mismo, sin saber muy bien si el era el ajeno en ese tiempo o lo serían ellos. Iba a comenzar a hablar cuando se escucharon golpes en la puerta, y seguidamente disparos contra la puerta de la mansión.

Al día siguiente los pintores llegaron puntualmente a las nueve de la mañana. No encontraron al dueño de la casa. Tampoco en los días subsiguientes. Cuando la ausencia se hizo demasiado notoria sus familiares y amigos denunciaron la desaparición del empresario de la noche. Lo único que encontraron en el lugar fue su celular, extrañamente deteriorado, como si hubiera estado allí durante años, y una medalla de la escuela Casa de María con la inscripción “promoción 1977”.

viernes, 9 de septiembre de 2011

LOS HEXÁGONOS INFERNALES



Adolfo lleva varias lunas viviendo en el Barrio San Pedro. Arribó al complejo habitacional de intrincado diseño una tarde de noviembre, convocado por las sinuosas caderas de Rosario Sacristán, la hija del carnicero. La ingrata fémina lo envolvió en una maraña de besos y nomeolvides una noche en un bailongo de Giagnoni, y el pobre escribano Aranda cayó rendido ante las faldas de Rosario. Su celular no tenía señal, y por más que caminara y caminara no encontraba ningún ciber para enviar un mail. Golpeó la puerta en la casa 4 de la manzana B, pero, ante el desconcierto de Aranda, apareció en el umbral una anciana en batón y chancletas.
-                           Buenas señora. ¿Está Rosario?- preguntó tímidamente Adolfo.
-                           ¿Qué Rosario?. ¡Acá no vive ninguna Rosario! ¡Váyase por donde vino o llamo a la policía!- contestó la mujer arrojando una piedra que por poco no golpeó la cabeza del enamorado

Así anduvo deambulando por las calles del barrio, dando vueltas en redondo, o mejor dicho, en hexágonos equiláteros. Se proponía dar vuelta a la manzana con el propósito de llegar al mismo punto de donde había partido, pero de pronto se encontraba con un baldío que antes no había visto, un kiosko sorpresivo o un árbol desconocido. En medio de su turbación acertó a pasar por allí una joven y bella lugareña. La abordó y le preguntó tan solemnemente como su trabajo de amanuense lo exigía:
-                           Buenas tardes señorita. Quisiera hacerle un par de preguntas-
-                           Empezó mal caballero. Me dijo buenas tardes y recién son las 10 de la mañana- contestó la mujer.
La confusión aumentó. En este barrio del demonio no solo uno se pierde en sus calles que no terminan y no empiezan nunca, sino que también las coordenadas temporales estaban fuera de lugar. Aranda juraba haber salido de su casa de calle Viamonte a las 4 y media de la tarde, y ahora se encontraba a las 10 en el San Pedro. En unos segundos volvió de sus cavilaciones de viajero extraviado y continuó la conversación:
-                           Usted verá. Me avergüenza decirlo pero me encuentro perdido en este barrio al que no había venido nunca. Busco a Rosario Sacristán. ¿La conoce usted?-
-                           No se avergüence porque yo también llegué hace cuatro años detrás de un hombre de palabra fácil, pero al llegar aquí le perdí el rastro. No conozco a su chica. En realidad le confieso que es inútil conocer a alguien aquí. En unos minutos uno se olvida de las personas que encuentra por estas calles. ¿Su nombre?-
-                           Aranda, Adolfo Aranda.
-                           Mire Aranda. Permítame hacerle una sugerencia. Trate de salir de aquí antes de que caiga el sol, si es que quiere volver. Acompáñeme a casa. Le daré una madeja de lana. Extiéndalo siempre mirando hacia el este. No se si podrá irse, pero por lo menos volverá al punto de partida. Mi nombre es Ariadna. Que tenga suerte-

Aranda lo hizo. Desplegó la madeja hacia el este, más al volver atrás para encontrar la otra punta descubrió que la lana no tenía fin. Parecía haberse multiplicado al doble, o al triple de su longitud normal. Ya al borde de la desesperación se acercó a un vendedor de películas piratas, que estaba apostado en la vereda de una mercería.
-                           Jefe, por favor. Dígame como carajo salgo de este laberinto de mierda- le gritó en la cara Aranda, perdiendo toda su compostura, al comerciante.
Sonriendo le contestó:
-                           Maestro, si lo supiera ya no estaría aquí. Acá como me ve soy médico cardiólogo. Tenía un consultorio, familia y un buen trabajo en una empresa de medicina privada para incrementar mis ingresos. Pero un día vine a cubrir una emergencia y me quedé sin poder salir. Ni yo ni el chofer de la ambulancia. Es el verdulero de la otra cuadra.-
-                           ¿Y por qué no ejerce su profesión en el barrio?-
-                           ¿Usted me está cargando? ¿Quién se atendería con un médico sin título?. Además nadie localizaría mi consultorio. Aquí nadie localiza a nadie.-
-                           ¿Conoce a Rosario Sacristán?. ¿Cómo la puedo hallar?-
-                           Vaya acostumbrándose amigo. Aquí solo puede encontrarse con su propia soledad. Si le sirve de algo en esa casa de rejas negras vive doña Cecilia, la bruja del barrio. Quién le dice que a través de ella pueda hacer un pacto con el diablo que lo saque de acá. Yo ya tengo mi negocio próspero y hasta le estoy tomando cariño a este andurrial ¿No me va a comprar nada?

Aranda no compró nada. Cruzó la calle y golpeó a la puerta de la hechicera. Le abrió una mujer a la que los años habían alcanzado en su camino a la vejez, pero que aún conservaba un brillo juvenil en sus ojos de lince.

-                           Pase amigo, lo estaba esperando.- le dijo a Aranda la enigmática sibila.
-                           ¿Usted me conoce?- inquirió el extrañado escribano.
-                           Yo no. Lo que se es que usted busca salir del barrio. La desolación se dibuja en su rostro.-
-                           ¿Conoce usted a Rosario Sacristán, la hija del carnicero?.-
-                           No conozco ningún carnicero. Hace años que renuncié a comer carne al no encontrar un establecimiento de esas características. Pero vamos a lo nuestro. Usted necesita un guía, alguien que lo oriente en medio de su azoramiento. Lea esto en voz alta-.

La nigromántica le alcanzó a Aranda un papel doblado. El lugar era horrendo, lleno de crucifijos e imágenes de San La Muerte, de Gauchito Gil e ídolos africanos. Comenzó a leer unas palabras en latín, una alabanza al señor de las tinieblas y un nombre que debía presentarse ante él: Astaroth.

Astaroth es el "gran duque del Infierno", de la primera jerarquía demoníaca, en la que también pertenece Belcebú y Lucifer.
Es un demonio de primera jerarquía que seduce por medio de la pereza, la vanidad, filosofías racionalistas de ver el mundo y su adversario es San Bartolomé, que puede proteger contra él porque venció las tentaciones de Astaroth. Inspira a los matemáticos, artesanos, pintores y otros artistas liberales, puede volver invisibles a los hombres, puede conducir a los hombres a tesoros escondidos que han sido enterrados por hechizos de magos y contesta a cualquier pregunta que se le formule en forma de letras y números en multitud de lenguas.

Adolfo Aranda estaba imbuido en su letanía infernal cuando golpearon la puerta. Cecilia abrió y apareció en el comedor un alto y apuesto caballero. Vestía un traje azul cruzado, zapatos de gamuza, y un trabajado peinado a la gomina que aplastaba los cabellos rubios del recién llegado. Sus ojos celestes conducían a los secretos más insondables.
-                           Usted me llamó. ¿Qué necesita?- preguntó Astaroth a su atónito interlocutor.

Aranda contó otra vez, una vez más su repetida de historia. Habló de la inalcanzable Rosario Sacristán, de su deambular por las calles del San Pedro y de su intención por volver a casa.
-                           ¿A casa?- preguntó con curiosidad maliciosa el demonio. –Lo que me pide en imposible-.
-                           ¿Por qué me dice eso?.Esta mujer me dije que acudiera a usted, que podría sacarme de este laberinto atroz.
-                           Volver a su casa es imposible amigo, porque esta es su casa-.
-                           ¿Qué dice?. Exijo hablar con su jefe. Quiero ver ya a Satanás-, dijo Aranda tomando por la solapa a Astaroth.
-                           Me temo que eso también está fuera de mi alcance señor. Usted no puede ver a Satanás porque Satanás es usted-.
Astaroth desapareció. Aranda se fue de aquel lugar. Afuera lo esperaba un laberinto eterno, una colección de senderos y pasadizos donde ya estaba condenado a vivir eternamente, con una nueva identidad, y con una misión de la cual en ese momento comenzaba a comprender. Ya no le preocupaba encontrar a Rosario Sacristán. Solo quería encontrarse a sí mismo.