La Hora

Junín, Mendoza

miércoles, 15 de diciembre de 2010

UNA VISIÓN

El imaginario popular se nutre de historias y narraciones que ilustran acerca de los modos de vivir de los pueblos. Cada país, cada provincia, cada paraje tiene su mitología, hecha de comentarios, memorias reales y de las otras. Se entrecruzan santos populares, mitos provenientes de la tradición aborigen, los traídos por los inmigrantes y la hagiografía cristiana, todo mixturado en una extraña convivencia.

Lo que voy a contar me sucedió hace ya unos años. Era joven y agraciado, según la opinión común de mis amigos y mis amantes. No poseía el don de la fidelidad, por lo que las mujeres eran para mí sosiego para mis apetitos momentáneos. Mis métodos de seducción eran acendrados, poseía una retórica envidiable que me granjeaba el encono de algunos pares y la popularidad en el sexo femenino. Además, siempre llevaba dinero en mis bolsillos, por lo que les proporcionaba a mis eventuales compañías el placer de los más exquisitos paseos. No carecía tampoco de generosidad para con mis amigos, y la mesa que compartíamos en algún bar o restó estaba siempre regada de buena comida y buenos vinos.

Provoqué en algunas de estas muchachas algunas decepciones y llantos, no lo niego. Pero creía en mi soberbia que estos requiebres eran propias del alma débil que poseen las féminas, que ya encontrarían otro galán que extirpara de su corazón mi recuerdo. Sus nombres representaban para mí sólo una marca en un catálogo que comenzó a mis catorce años con Susana, la solícita trabajadora del sexo que me hizo hombre en aquel tugurio de Dorrego.  Más mis diversiones no sólo eran las mujeres. El asado de los viernes era un ritual inapelable para mi grupo de camaradas, con quienes nos reuníamos en la casa de alguno, o simplemente realizábamos alguna excursión al Carrizal, al Dique Benegas o a Potrerillos. El destino de aquella noche fue el caudaloso canal que costea la Calle Tres Acequias, acceso a la localidad de Medrano. Las noches en ese paraje ofrecen brisas refrescantes, debido a la cercanía del Río Tunuyán y los cauces artificiales que parten del dique. Las riberas del canal son propicias para detener el automóvil y pasar un rato agradable. Y fue así que aquella noche de noviembre decidimos detenernos, a unos metros de la calle de La Virgen. Bajamos del auto, parrilla, una pequeña mesa de jardín y algunas banquetas. Y por supuesto, la carne para el asado. Sin olvidar el vino aportado por uno de los chicos. Colocamos la carne sobre la parrilla luego de haber prendido el fuego cuando la vi. Ninguno de mis compañeros había reparado en la extraña presencia de esa joven, a esas horas de la noche.

Era blanca, lívida, etérea. Vestía de blanco y portaba en su pelo un jazmín. La visión me obnubiló y encendió mi lujuria indomable, pero además mi curiosidad. Se los dije a mis amigos, pero ninguno de ellos la vio. Fui objeto de las chanzas más crueles y acreditaron mi reciente percepción a los efectos del alcohol. Me senté a compartir la reunión y olvidarme de lo que había visto, pero al girar la cabeza la pude ver escondida entre los sauces circundantes. Le pedí a Javier, el único que no me había hecho objeto de burlas para que me acompañara a  comprobar la visión, pero nada sucedió. Al internarnos entre los árboles lo único que encontramos fue una comadreja que salía de un viñedo cercano.

Esa noche transcurrió de allí en más sin más sobresaltos que el sonido de los coches que transitaban por la ruta, pero siempre tuve la sensación, en esas tres horas que permanecimos en el lugar, de ser observado por unos ojos brillantes e inquisidores. No hablé más del asunto, mas por temor a las pullas ajenas que por convencimiento de mi error. Yo sentía esa presencia, advertía que no éramos los únicos en ese lugar.

Nos fuimos a nuestros hogares. Intenté dormir sin embargo la remembranza de la mujer blanca no dejó que conciliara el sueño. Se me aparecía en mi vigilia tortuosa, con su rostro suave, con sus ojos de lince, con su porte de dama selecta. La veía sentada al pie de un sauce, llorando quien sabe por qué pretérita aflicción. Dirigía su mirada hacia mí y extendía su mano derecha para tratar de alcanzarme con sus largos dedos. Hasta me pareció, en mi locura nocturna que susurraba suavemente en mis oídos:
- Martín, te estoy esperando, no dilates más tu llegada.

            La noche siguiente volví, pero esta vez solo. Quería comprobar si estaba volviéndome loco o lo que había percibido era real. Estacioné mi auto en el mismo lugar en que nos detuvimos la noche anterior, pasaron los minutos y nada ocurrió. Transcurrió una hora y lo único que se oía era el ulular de los sauces meciéndose al sentirse acariciados por el viento. Estaba por abandonar mi vigilancia cuando de pronto la vi. Se encontraba al otro lado del canal. Su pose serena llamó mi atención. Tocaba con las yemas de sus dedos los arbustos más altos y su vestido blanco se agitaba al recibir la brisa fresca de la noche. La llamé, o creo que la llamé, porque una resequedad inaudita quemaba mi garganta. Al ya no poder emitir palabra opté por intentar acercarla a mí con ademanes ampulosos. Ella sonrió y siguió con su paseo primaveral. Entonces tomé la determinación. Debía cruzar el caudaloso canal y para lograr ese objetivo debía encontrar un puente, una rama, un tronco suspendido sobre el agua, algo que me facilitara el paso hacia el otro lado. Hallé dos troncos amarrados con alambre, rústica plataforma que utilizaban los trabajadores de la zona para sortear el canal. Comencé a caminar por él con resolución pero de pronto mi dama nívea dio un paso atrás. Apuré la marcha más en ese instante el viento comenzó a correr más fuerte, en contra de mi dirección. Faltaban muy pocos centímetros para llegar a la otra orilla, ya casi había alcanzado mi objetivo cuando una violenta ráfaga sacudió mis piernas, golpeó mi rostro y arrastró mi humanidad hacia el caudal embravecido por el inesperado e inoportuno céfiro del sur.

            Al poco tiempo pude saber quien era la dama por la cual arriesgué mi vida, tranquila y ayuna de obligaciones hasta ese momento. La niña en cuestión es llamada por los lugareños como “La llorona”. Se trataba de una joven que había perdido su amor en una de las montoneras decimonónicas desatadas por Aldao, siendo él y su familia masacrados por los crueles sicarios, y su hacienda saqueada y posteriormente quemada. La joven se había dejado morir de tristeza, renunciando a comer hasta terminar sus días en la más absoluta demacración y destrucción física.

            Hoy vagamos los dos por la misma región, ansiosos de un consuelo que aún no llega para ella, ni mucho menos para mí. Pero como una ironía del destino el haber igualado su condición espectral no me ha acercado a mi dama. Sigue escapando de mí, alejándose de mi presencia, con el canal de por medio, al cual sigo cayendo cada día al tratar de cruzarlo, arrastrado por invisibles vendavales que llegan desde el sur.

martes, 7 de diciembre de 2010

LA ESQUINA ILUMINADA


Marta Valle, la acusada, la culpable, la prófuga, me había contactado para realizarle la última entrevista en libertad, según ella misma me lo dijo. La conexión fue a través de Saturnino Ortiz, con quien me encontraba trabajando en un compendio de los crímenes célebres de la zona este de Mendoza, y éste aparecía como uno de los más jugosos e inquietantes de cuántos habíamos investigado. Al llegar al viejo caserón sentí la presencia de algo maligno, de lo que no alcanzaba a ver su naturaleza pero que me atraía y al mismo tiempo me empujaba hacia fuera. El edificio en cuestión se ubicaba en la calle San Isidro, en la zona norte de la ciudad de Rivadavia, y por lo roído de sus paredes y sus dimensiones inferí que sería de comienzos de siglo. Los muros estaban derruídos, con el revoque carcomido y efímero, los pisos estaban revestidos por unas pobres baldosas blancas y negras, terrosas debido a la ausencia ancestral de limpieza, al centro de la sala una mesa de madera y cuatro sillas de mimbre, y al costado izquierdo una estufa a leña. Como único ornamento podía verse un arcaico cuadro familiar, de hombres entrajados y solemnes, y mujeres anchas y tristes. Llamó mi atención una luz que daba sobre una esquina, apoyada sobre la pared, pero no le dí mayor entidad, seguramente sería un efecto visual.

Abrió la puerta con suma precaución, asegurándose a través de sus preguntas si yo no era un policía encubierto. Marta era una mujer joven, pero la clandestinidad, que pronto llegaría a su fin, le había cobrado su deuda en su rostro ajado y su cuerpo maltrecho. Desde dos meses atrás no salía de su hogar, recibiendo solo la visita de su hija Nora, quién le proveía de alimentos y ropa limpia, ya que nadie debía saber que estaba allí.
-                           Yo trabajaba bien señor- me dijo, alcanzándome un mate- Tenía mi clientela fija. Usted sabe, mujeres desesperadas que quieren engualichar a un muchacho esquivo, madres que alegan que a su hijo le han hecho un mal, fracasados que claman por tener un trabajo acorde con sus aspiraciones, en fin, nada especial, nada que no haya visto desde que me empecé a dedicar a esto, a los treinta años. Y ya tengo sesenta y dos, ¿sabe?
¿Sesenta y dos? En verdad parecía de unos diez años más, la tensión de sentirse perseguido había arrasado con su lozanía
-                           Todo normal, hasta aquél día que llegó esa pareja de Beltrán. De lejos les vi que no traían buenas intenciones, pero no hice caso a mis prevenciones. Había tratado con seres oscuros anteriormente-.
Su rostro se demudó ante el recuerdo de los verdugos de su libertad. Su mirada se dirigió al rincón en el que yo había reparado, y siguió hablando dirigiendo por un momento sus palabras hacia la incandescente luz.
-                           Llegaron en un automóvil muy lindo, muy moderno. Venían recomendados por una clienta que yo tenía en Rodeo del Medio, me hablaron que estaban juntos desde un tiempo atrás y que eran muy felices, pero no me revelaban cuál era el verdadero motivo de su visita.
Se detuvo para darme otro mate y aproveché para observar la  habitación donde me encontraba con más detenimiento. Un crucifijo de madera rústica presidía el espacio. Sobre una mesa pequeña se hallaban una tras otra distintas estampitas, la Virgen de Luján, la Difunta Correa, Ceferino Namuncurá, el Gauchito Gil, San La Muerte… Todo aquello impregnado de un nauseabundo olor a sebo, lo que provocaba en mí dejar el mate para otra oportunidad.
-                           Le sigo contando antes de que se vaya- me dijo, adivinando mi incomodidad en esa pocilga-. Ella era una mujer joven, alta, hermosa, con el pelo ondulado que caía sobre sus hombros, muy bien vestida, muy arreglada. Él, a simple vista una se daba cuenta que era un ordinario, barba sin pulir, olor a tabaco, sucio. No salía de mi asombro al ver una pareja tan disímil. Como le decía, empezaron con rodeos. A la mujer se la veía muy nerviosa, contrariamente al hombre, muy seguro de sí. El fue finalmente quien confesó el motivo de la visita. Querían sacar al marido de la mujer del medio. Comencé a nombrarles los ingredientes para una preparación que alejaba  a los hombres tenaces, receta infalible de probada eficacia entre mis clientas, pero no era eso a lo que se referían. Lo que deseaban este par de crápulas era simple y llanamente matar al esposo que les estorbaba. Puse el grito en el cielo, les dije que como se atrevían, que yo no soy una asesina, amenacé con denunciarlos a la autoridad, pero…usted sabe, una tiene necesidad, y cuando la necesidad es grande…
Volvió una vez más la vista hacia el rincón alumbrado, que parecía brillar ante cada palabra de mi interlocutora. Los minutos pasaban y ella se resignaba lentamente a su destino de prisionera. De pronto, sin que mediara palabra alguna, tomó fuertemente mis manos y se lanzó a llorar, salpicando sus lágrimas con palabras entrecortadas. Lo que expresó me provocó una sorpresa mayúscula y, confieso, fui incapaz de comprenderlo en ese instante. Hoy, a la luz de los años, esa situación está más clara para mí.
-                           Señor, no lo maté. Me acusan de eso, creí haberlo hecho, pero no lo maté. ¿Ve esa luz en la esquina? Es Valdez, el marido engañado. ¿Ve que parece moverse ante mis afirmaciones? Está inquieto por el recuerdo de su desgracia.
Le pedí que me explicara, ya que mi escaso conocimiento sobre las ciencias ocultas me impedía una comprensión cabal de sus palabras.
-                           Le explico. El hombre está conformado por tres cuerpos: el físico, el vital y el astral. Cuerpo físico, es nuestro cuerpo de carne y hueso, es el vehículo con el cual nos expresamos en la tercera dimensión o mundo físico. Este cuerpo está sujeto al tiempo y por lo tanto llega el día en que paran sus funciones biológicas y el metabolismo. Es la muerte física de este vehículo. Cuerpo vital es simplemente la sección tetradimencional del cuerpo físico. También es conocido como aura, cuerpo etérico o “lingan sarira”. Es este cuerpo que da vitalidad y calor al cuerpo físico. Cuando el cuerpo vital empieza a se deteriorar, porque también está sujeto al tiempo, el cuerpo físico irá por el mismo camino. Cuando se da la muerte del cuerpo físico el cuerpo vital también se desintegra. El cuerpo vital está constituido por 4 éteres: Éter reflector Éter luminoso Éter químico Éter de la vida El primero de estos éteres se relaciona con las diferentes funciones de la voluntad y de la imaginación. El segundo se relaciona con las percepciones sensoriales y extras sensoriales. El tercero se relaciona con los procesos bioquímicos del organismo. El cuarto éter sirve de medio a las fuerzas que trabajan con los procesos de reproducción de las especies. Cuerpo astral es el vehículo con el cual nos expresamos en el mundo astral o mundo de los sueños. Este vehículo no esta sujeto al tiempo, pues es gobernado por leyes distintas de las tridimensionales y tetradimensionales. Es un vehículo de la Quinta dimensión, no muere ni se desintegra cuando ocurre la muerte física. Este cuerpo está ligado al cuerpo físico por un cordón de plata, o también lo llamamos de hilo de la vida y en el oriente de Antakarana. Es un hilo de energía que solamente es roto en el momento de la muerte física. Con el cuerpo astral podemos actuar conscientemente fuera del cuerpo físico y visitar los diversos lugares del mundo astral. Es lo que se conoce por desdoblamiento astral. Le facilité a la esposa de este pobre hombre un tósigo a base de ricina, y ella se lo administró en una ración como para matar un caballo. Pero al parecer Valdez poseía una enorme fuerza espiritual, y su cuerpo etéreo nunca se alejó del mundo físico. Al morir, el cuerpo físico desapareció pero se corporizó su cuerpo etéreo en esta lumbre que usted puede observar, atormentándome con su sola presencia para bañar en luz mis homicidas manos. Pero yo ya no soporto esta incomóda compañía. Ruego a Dios cada día que me separe de este mundo físico para alejarme de esta alma tortuosa.
En ese instante la luz comenzó a aumentar de tamaño y alcanzó de pronto dimensiones colosales, cubriendo toda la habitación con su incandescencia. Salí de allí, y a los pocos días leí en un diario provincial que aquella mujer era apresada. Se había entregado a la justicia por propia voluntad. Al mismo tiempo, en Beltrán se entregaban a la justicia los infames amantes.

Hoy, parado frente a las ruinas de la inquietante casa, observo el rincón maldito.
El techo de paja y madera ha desaparecido. Sus paredes están ayunas de ventanas, y sus pisos han sido ganados por hierbas austeras y usurpadoras. Mas allí, a un costado de la mancha negra dejada por la remembranza de la estufa a leña, la homínida luz permanece inalterable, detenida en el tiempo, esperando por fin un descanso eterno que se resiste a venir.

martes, 30 de noviembre de 2010

El Jarillal

De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido derrotados. Muertos los dioses ha muerto el tiempo. Muertos los hombres la ciudad ha muerto
Eduardo Galeano

Sergio Mendoza es un prestigioso cirujano que trabajó durante nueve años en el Hospital Italiano. Obtuvo su título con promedio altísimo en la UNC y por esa causa fue elegido para participar del equipo médico del Doctor Fernández, el prestigioso cardiólogo. La fama y el renombre están al alcance de sus manos pero Sergio busca algo más. Su altruismo es su mayor tesoro. Servir a los más necesitados, aquellos que no gozan del beneficio de una obra social, aquellos abandonados a la buena de Dios, esa es su aspiración, su más caro anhelo. Pudo tenerlo todo en la ciudad, pero siente como muchos el llamado de la tierra, la misma tierra que Eustaquio Rivera en La Vorágine llamó la devoradora de hombres. Es así que pidió hace tres meses su traslado al interior de la provincia y ha llegado el ansiado destino, un pequeño paraje del departamento de Rivadavia llamado Andrade, así lo explicita la circular del Ministerio de Salud.

Apenas arriba al pueblo se dedica a conseguir una vivienda. Le ofrecen la casa que está al lado de la Sala de Primeros Auxilios, pero no es de su entero gusto. Él quiere más bien algo alejado, la referencia al río Tunuyán llama su atención. Busca, pregunta, indaga, hasta que finalmente consigue lo que desea, una casa a la vera del río. La casa en cuestión no es más que una vieja estructura de adobes, techo de paja, con, eso si, grandes ambientes. Para él eso es suficiente motivo de atracción, porque su departamento de la ciudad era muy pequeño, sin contar con que era compartido con otros dos amigos. A Sergio le encanta que la casa esté a la vera del río y esté rodeada de eucaliptos frondosos, que yerguen su sombra sobre los techos de su morada. Y el suave aroma de la tierra mojada por el agua y de la jarilla. Un inmenso jarillal se extiende por espacio de un kilómetro desde la casa de Sergio en dirección al este, lo que para el galeno actúa como un elemento paradisíaco. Sin dudas éste, éste y no otro es su lugar en el mundo.

Por la mañana trabaja en la Sala. El primer día comprueba lo que alcanzó a vislumbrar en cuanto llegó. Mujeres en harapos y con olor a suciedad, niñas de doce o trece años embarazadas y con paternidades dudosas, niños con los mocos colgando y las greñas revueltas. Por la tarde se dedica a reformar su casa. Refuerza los palos en los que se sostiene el techo, limpia todos los rincones de plagas y alimañas, siembra para tener una pequeña huerta en el fondo y proveerse de tomates, zapallos, duraznos y damascos. Su labor tiene algo de impulso civilizador, el mismo que tuvo su abuelo llegado de Aragón y que a base de esfuerzo formó una familia en esta bendita tierra. Por la noche se relaja y disfruta de la lectura. García Márquez, Carpentier, Fuentes, Rulfo son sus cuatro compañeros preferidos. A eso de las doce de la noche se va a dormir, soñando con su sueño civilizador.

Las primeras noches fueron apacibles. La luz de la luna llena entraba por el gran ventanal y daba en la cara del doctor Mendoza. Las estrellas aquí en el campo se disfrutan el doble, se decía a si mismo. Pero en la cuarta noche algo cambió. Estaba leyendo en su reposera, con la paz que le daba aquel cielo estrellado cuando le pareció que algo andaba entre el jarillal. Las matas se movieron y al acercarse presuroso no encontró a nadie. Solo unas pisadas de pies descalzos, pies enormes, juzgó el doctor, pies curtidos y fuertes, se aventuró a interpretar. Parecía que Sergio no estaba solo en ese rincón del Tunuyán. La posibilidad de una compañía alteró los nervios del médico y esa noche le costó dormirse. Lo hizo, sí, pero se dormía y despertaba  por intervalos muy cortos.

Al otro día estuvo pensando en el extraño hecho de la noche anterior. Consultó entre la gente del pueblo pero todos le dijeron lo mismo. Nadie más vivía por esa zona. Temió entonces que fueran salteadores que habían observado su estado de soledad, y por la tarde viajó hasta Rivadavia y compró un rifle. El día pasó muy rápido y llegó la noche. Se sentó en la galería de su casa esperando algún movimiento en el jarillal pero nada pasó. La única presencia por allí fue un grupo de sapos que se acercaron atraídos por la luz de la casa, para cazar insectos. Se acostó y el sueño llegó pronto a sus ojos pero otra vez un sonido proveniente de la orilla del río lo despertó. Era un crepitar de ramas y hojas ardiendo. Se asomó por la ventana que daba al jarillal y divisó un resplandor de fogatas. Rápidamente se vistió, tomó su arma recién adquirida y corrió hacia el lugar del fulgor. Pero nada halló. El silencio era el dueño de la comarca, solo interrumpido por el croar de sapos y ranas y el canto de los grillos.

El día siguiente era sábado. Al ser la primera semana de servicio no estaba de guardia, por lo que se abocó a trabajar en su casa. Apuntaló la pared este, la de la cocina, a la que le faltaba poco para venirse abajo. Podó la parra de uva francesa y desmalezó el fondo. Pero siempre con la vista fija en el jarillal. ¿Qué sorpresa tendría para él el fantástico paraje? Caviló unos instantes hasta que finalmente decidió acercarse y reparó en algo que en las sombras no había distinguido. Las pisadas se habían renovado y a su lado restos de una hoguera todavía humeante daban la inequívoca señal de que ya no estaba solo en ese paraje. Esa noche decidió no dormir.

Mendoza se acostó en su rústico catre, con el rifle a su costado, esperando vaya a saber qué. Estuvo atento durante una hora, dos, tres. Pero a eso de las tres y media de la mañana sus ojos se cerraron y durmió. Y soñó. En un lecho de esterillas se hallaba un indio, sudoroso y bañado en sangre. Una profunda herida de bala penetraba en su hombro izquierdo y emitía alaridos que estremecían su casa. Se vio a sí mismo vestido con una pesada manta de guanaco, atada en su cintura por una cuerda. Era llamado Cayé por aquellos pobres diablos que huían de estruendos procedentes del otro lado del río. El hombre tendido en el piso parecía ser alguien importante para ellos.

El doctor Mendoza despertó bruscamente. Pero parecía seguir dormido. Guanizuil, así se llamaba el aborigen de su sueño, estaba tendido en el piso de su casa, con la herida supurando y temblando de fiebre. En el cuarto se encontraban cuatro personas más y él, el doctor Sergio Mendoza, era ahora Cayé, el machi de la tribu, en el que estaban cifradas todas las esperanzas de su pueblo para sanar a su jefe. En el fuego hervía la preparación de barro líquido y retama con la que curaba a los heridos, de dónde había obtenido esa natural receta?. En qué libro de medicina lo había leído? En ninguno en realidad. Provenía de sus ancestros, que siempre fueron magos y curanderos, con una sabiduría que traspasaba generaciones y circunstancias. Aplicó la preparación sobre Guanizuil y oró. Oró a Chez, la luna y a Jelú, el sol. Oró al gran Hunuc-Huar, el Señor de todo lo creado, habitante eterno de la Montaña. Oró, oró y lloró, por Guanizuil, por el cacique Cautacalá, por su pueblo, que había escapado a las hordas araucanas, a los voraces quechuas, pero antes los hombres barbudos nada podían, con sus enormes animales y sus bocas de trueno. No podía quedarse allí dentro mientras sus hermanos daban la vida afuera. Y salió. Tomó su lanza y se irguió altivo, también era un gran guerrero. Afuera sus hermanos peleaban con los españoles en el jarillal, los nativos eran valerosos pero los encomenderos guiados por Pedro Corvalán tenían el fuego y los centauros. Avanzó en marcha alocada sobre Corvalán pero una certera bala penetró en su corazón. Cayó fulminado sobre la misma hoguera que había visto en la mañana. A su lado caían los demás, que preferían dar su vida a ser exterminados en la ominosa esclavitud de las minas de cobre chilenas. Ahora Sergio Mendoza, Cayé, era uno solo con la tierra.

martes, 23 de noviembre de 2010

UNA METAMORFOSIS

Mi nombre es Isaías Bregovic. Fui profesor de la cátedra de Metafísica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo. Nunca pequé de falsa modestia, por lo que enumerar mis títulos y galardones es natural y necesario. Siempre intenté dejar una marca en mis alumnos, incorporando al marco teórico del espacio una visión personal y superadora. Para ello incluí allá por los años ’60 en el programa mi teoría sobre el desdoblamiento. Mi proposición era la siguiente: el horizonte de una partícula se convierte en la partícula de un horizonte más grande. Para esta proposición adopté el razonamiento ateniense, que sostenía la existencia de un desdoblamiento de los tiempos debido a aceleraciones de su transcurrir, y la aseveración de que para vivir había que utilizar un pasado, un presente y un futuro al mismo tiempo. Los griegos adquirieron este conocimiento en el contacto permanente que establecieron con Oriente, a través de Persia y la India, transportado a la Hélade por los sabios que acompañaban a Alejandro Magno. Pero mi aporte a este saber milenario fue ignorado y vilipendiado por mis colegas y alabado solo por quirománticos y parapsicólogos, con la consecuente sorna hacia mis escritos por parte de los círculos del saber mendocino. Mi contribución fue decir que este doble es nuestro verdadero “yo”. El cuerpo visible explora el espacio en nuestro tiempo, mientras que el otro, imperceptible para nuestra visión humana, viaja en los diferentes tiempos de nuestro desdoblamiento.

            Sigo con el relato de mi vida, porque quiero que quede bien en claro quien soy. No es que tenga dudas sobre mi identidad, es para que los demás lo sepan. Además de mi vida profesional, yo solía tener una vida personal. Una buena mujer, dedicada, delicada, bella, compañera y, por sobre todas estas cualidades, joven. Al conocerla creí enamorarme de su inteligencia y su sagacidad discursiva, pero con los años he comprendido que mi líbido se encendía debido a su juventud y su belleza, cualidades que en nuestro castellano deberían nominarse con el mismo vocablo. A pesar de mi madurez pronunciada, pude tener con ella dos hermosos hijos, hoy donceles de veinte y dieciocho años cada uno. Estimaba ser feliz con esa mujer y esa rutinaria existencia, pero ahora comprendo, entre estos cuatro muros, que solo era un fraude de mis sentidos.

            Existíamos en ese estado de bienestar cotidiano, alimentado de conversaciones familiares y de trabajo hasta que algo nuevo me sacó de aquella modorra. Un alumno nuevo, o antiguo del que yo no me había percatado de su presencia, se adscribió a mi cátedra. A pesar de su rostro cetrino y sus motas ingobernables, antónimos absolutos de mis rasgos adriáticos, encontraba en el algo mío, algo de lo que había sido en mis años de estudiante. Cierta seguridad y algo de soberbia intelectual, sumados a un interés manifiesto por mis investigaciones concibió en mi una camaradería inicial con Esteban, y muy pronto una férrea amistad. Se adosó inmediatamente a mi círculo de camaradas y fue el más jovial e inteligente de cuantos me rodeaban. Definitivamente era muy parecido a mí, era un adlátere perfecto.

            Un día decidí invitarlo a cenar con mi familia. Fernández arribó a la cita puntualmente, como lo hacía en cada clase de metafísica. La noche transcurrió de manera feliz entre charlas y vinos, pero Silvina me hizo notar algo de lo que yo no me había percatado: detrás de su carácter ameno mi mujer creyó descubrir un dejo de melancolía en sus ojos negros. Ahí hay algo en lo que alguna vez quisiera indagar, ese incomprensible don del sexo femenino para internarse en el interior de las personas a través de su mirada. Ante aquella alerta de mi esposa en los días subsiguientes intenté ahondar en la suposición de  Silvana, primero con acercamientos remilgosos sin ningún resultado más que evasivas, y luego con interrogaciones directas, ante las cuales Fernández un día dejó en libertad su alma y me narró su historia. Un amor de juventud, unos padres incomprensivos, un niño que no nació, una muerte joven, una tristeza sin fin.Y no pude menos que enternecerme con esa alma desolada escondida tras esa mirada que, aún no comprendía el motivo, comenzaba a inquietarme.

            A partir de ese momento Fernández y yo nos enlazamos en una amistad indestructible. Finalizadas las clases compartíamos conversaciones interminables acerca de filosofía, literatura francesa-pasión de los dos también- y de nuestras vidas, que parecían tan distintas en sus resultados finales pero no tanto en sus objetivos iniciales. Los dos habíamos soñado una vida familiar, los dos llevábamos en nosotros una ávida inquietud intelectual, los dos teníamos los mismos ideales, los míos ya vetustos, los de él en plena ebullición. Podría decir que aquellos días fui feliz, había encontrado en Fernández un amigo, el primero en mis 47 años.

            Una mañana de domingo, preparándome para asistir junto a Silvana a misa de 11 comencé a notar lo que hoy me perturba y me tiene en este estado.
Al peinarme noté mi cabello mucho más sedoso y dócil. Los dientes del peine pasaban fácilmente a través de mi pelo. Atribuí el fenómeno al oportuno cambio de shampoo. Eso ocurrió el domingo. El lunes al mirarme al espejo me vi la piel con una tonalidad morena que yo no poseía naturalmente. Se lo dije a Silvana en nuestra diaria rueda de mate y sonrió, diciendo que eran imaginaciones mías. No seguí hablando del asunto. Pero lo más extraordinario llegó al otro día. Al buscar la vestimenta que ese día iba a utilizar me quedaba holgada a mi cuerpo. Tenía la figura de un joven de veinte años, mi espalda derecha, mi torso juvenil, mis piernas monolíticas. Esta vez tuve pudor de citar la mutación notable de mi figura a Silvana temiendo que me tomara por loco, y apuré mi camino a la Facultad para contarseló a Fernández. Pero él también se veía distinto. Su pelo aparecía ceniciento, del tono de mis incipientes canas. Su piel era tostada pero no del color cetrino de ayer. Su cuerpo parecía tener encima el peso de los años transcurridos. Esta vez le aludí mis inquietudes y me miró de una manera extraña, no con la extrañeza que mis palabras hubieran provocado en otra persona sino con una complicidad mezclada con una picardía maligna que aún hoy me estremece. Pero en casa nadie parecía notar los cambios.

            Pasó la noche, noche en la cual no pude pegar un ojo. Me levanté en plena madrugada, a eso de las de las tres y media a mirarme al espejo, esperando encontrar al Igor Bregovic de siempre. Y solo encontré la figura de ese joven que era yo y no era al mismo tiempo. Así llegó la mañana del miércoles 7 de setiembre. Y horrorizado al mirarme nuevamente al espejo vi mis ojos que ahora tenían una forma rasgada, como los de Fernández. Y eran negros como los de Fernández. Mi rostro era el suyo. Mi cuerpo respondía a sus señales. Lo increpé encolerizado por ese robo de identidad y al hablar surgió de mis cuerdas vocales la transparente voz de mi alumno. Hubiera jurado que él no era más que un espejo, de pie en el centro de la sala. Poseía mi cuerpo, mi cara, mis ropas, mi voz, hasta mi cicatriz de una operación cuando era niño en mi vesícula, dato que comprobé al levantar sus ropas en medio de la pelea que promoví para constatar el último dato que le daba certeza a mi otredad. Nos trenzamos en una lucha cerrada, pero él era fuerte, hizo uso de mi cuerpo moldeado en horas de gimnasia y logró reducirme. La llamada a la policía y a mi esposo, el interrogatorio, la mirada socarrona de los policías de la seccional, el traslado a este lugar donde hoy voy decayendo a cada minuto, todo fue sucediendo como un flash.

            Y aquí estoy, con esta pobre gente abandonada a la buena de Dios, algunos que disfrutan de las migajas de cariño que les prodigan sus familiares, que se quedan pocos minutos como si la locura fuera contagiosa. Los que gozan de este mísero privilegio son los menos. Yo no lo tengo. Solo me asisten las enfermeras, una de las cuales me proveyó de papel y una lapicera para poder escribir esta carta a quien quiera leer, la verdad que el destinatario poco me importa. Solo quiero que se sepa mi verdad. Que tampoco le importa a nadie. Allá en Vistalba Fernández, para todo el mundo yo, juega con mis hijos, sale a cenar con mis amigas y se acuesta con mi esposa. Y nadie nota el trueque. Ni lo notará.