La Hora

Junín, Mendoza

jueves, 19 de mayo de 2011

LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD


Abro los ojos y veo el reflejo del sol dibujándose sobre las paredes. Comienza un nuevo día para recorrer esta inmensa ciudad que me agobia con su silencio de misa. Una noche en el Hyatt es uno de los lujos que me permito luego del holocausto. La habitación que elegí da a la Plaza Independencia, que se puebla rápidamente de palomas, que parecen celebrar la ausencia del placero y sus disparos disuasorios. Es una linda mañana para sentarse en un banco a mirar el cielo, a ver si Dios se dispone a bajar y charlar un rato conmigo. Pero primero iré al supermercado, a aprovisionarme para el resto del día.

Me proveo de lo básico: el menú de hoy incluye pollo, verduras y un buen vino blanco. Para la tarde llevo café instantáneo, azúcar, pan y quesos. En la heladera del hotel he guardado carnes y lácteos, para que no se descompongan. Pronto la leche se vencerá y no la podré tomar. Habrá que ir al campo a buscarla. Tuve la precaución de colocarme el barbijo antes de salir a la calle, el hedor es cada vez más nauseabundo. Los caranchos y chimangos invaden la ciudad y forman un colchón de plumas sobre la calle desierta. Aunque me ignoren siento una repugnancia incontrolable por la presencia de los carroñeros. Al pasar por un quiosco de revistas me llevo un diario. El Los Andes declara “13 de abril de 2050”. Lo voy a guardar. Es el documento histórico del día en que la humanidad perdió su última oportunidad.

El mutismo de la ciudad aplasta. No hay bocinas, no hay voces de niños, solo la naturaleza le aporta al ambiente su murmullo de pájaros. Nadie habla, nadie grita, nadie canta. Es una ciudad sin palabras. Y una ciudad sin palabras es como un árbol sin hojas, desnudo y triste. Desde un primer piso de un edificio de departamentos de la calle España cae agua por la ventana. Seguramente la persona que vivió allí dejó alguna canilla abierta. Mi maldita tendencia a la perfección hace que ingrese al edificio. Subo y la cierro. Es curioso. Alguno de los departamentos, no se cual, huele a frito. Bajo por el ascensor. Nunca lo había hecho y representa toda una novedad. ¿Curioso, no?. Habituado a ascender y descender nunca lo había hecho en una caja de hierro.

Vuelvo al hotel. Reviso la bolsa del supermercado para pensar qué voy a cocinar. Arroz, fideos, leche, carne vacuna, mermelada, vino, papas, tomates, aceite… Tantos siglos sin preocuparme por abastecerme a mí mismo lograron trasformarme en un inútil funcional. Voy a la cocina a buscar un libro, una guía, algo que me permita cocinar sin cometer inexactitudes. Algo encontré, algún aprendiz había dejado un recetario escondido entre las ollas. Aquí tengo todos los artefactos que me permitirán cocinar. Encuentro una fórmula para preparar un arroz al horno que parece ser atractiva. Comer, una necesidad básica de los hombres por la que no me había tenido que preocupar hasta ahora. ¡Cuántas cosas he tenido que aprender en estos dos días! Alimentarme, padecer frío, vestirme, calzarme, orinar, defecar… Mi creencia de que los humanos eran privilegiados por habérseles entregado la tierra no podía estar más equivocada. Fueron una raza saturada de limitaciones, colmada de pulsiones físicas, imposibilitados por su precaria realidad de alcanzar la divinidad. Duele comprender que estuvimos equivocados durante tantas vidas. ¿Mi Señor me disculpará por mi insolencia, por mi odio extremo, por excederme en el castigo a los mortales?. Elevo mi vista hacia el cielo, pero no recibo ninguna señal de ese perdón que ansío imperiosamente.


           Abro las cortinas que dan a la plaza. Las hojas de los árboles se mecen con la suave brisa del sur, los pájaros vuelan liberados de los niños que los perseguían con sus gomeras. Los perros y gatos se adueñan de la ciudad, reemplazando el otrora reinado del hombre. ¿Pero qué veo?. Una mujer está sentada en un banco. Es joven, delgada y parece no haber sufrido el desastre. ¿Será un ángel como yo?. No puede ser, la conocería. ¿Será algún demonio enviado por Belcebú?. Su actitud complaciente y cariñosa con los perros ahora libres no es propia de uno de ellos. No parece angustiada o atemorizada. Al parecer Dios la eligió por alguna oculta razón. Es bella, morena y de tez aceitunada. Su porte es atractivo y su mirada… Su mirada tiene algo de lánguida paz. Una paz que no vi en otros humanos, a los que encontré envueltos en la insensatez, la mentira y la avaricia; preocupados por los asuntos mundanos olvidándose de su corazón, de su alma. Ella evidentemente ha alcanzado la luz, la santidad, la inmortalidad del ser. Sus ojos me buscan, sí, está mirando hacia la ventana. Cierro las cortinas con celeridad. Pienso en mi añorada condición divina y en como me descarrié del camino. Escucho la puerta de calle abrirse y un aroma perturbador cruza la sala. Pienso: ¿alcanzará la comida para los dos?

domingo, 8 de mayo de 2011

MINUTO 43


El árbitro es algo así como el tío pobre en la familia del fútbol. Condenado a ser el villano, el aguafiestas, cuesta todavía creer que a una persona medianamente sensata se le ocurra dedicarse a esta innoble tarea. El mote de juez no lo favorece, no tiene el poder de un magistrado, quedando limitada su influencia a un campo de juego. La tribuna tiene otras formas menos decorosas de referirse al desafortunado encargado de impartir justicia. Brito Arceo, Undiano Mallenco, Japón Sevilla, Urizar Azpitarte, Teixeira Vitienes, Ansuátegui Roca, Daudén Ibáñez, Andradas Asurmendi, Soriano Aladrén, Guruceta Muro, Esquinas Torres, Mejuto González, Lamo Castillo, Mejía Dávila son algunos de sus imposibles, increíbles nombres. Ser árbitro, en síntesis, es una verdadera desgracia.

El árbitro, además, es un eterno sospechado de los más oprobiosos crímenes dentro de una cancha. Penales no cobrados, penales mal cobrados, amarillas a capitanes protestones y omisiones de amarillas a asesinos seriales disfrazados de marcadores centrales, ignorantes involuntarios o potestativos de la ley del off side. El árbitro no puede permitirse el error, y ante esta intimación que le impone su propia profesión cambia el error por la infamia. Así fue desde que los primeros sajones jugaron con una cabeza de danés, y así es hoy, cuándo los millones mueven el negocio de la pelota.

Mario Benavídez era árbitro también, pero de una rara especie: los honestos. Y sabido es que la justicia del mundo guarda para esta raza un recóndito lugar en sus arrabales. Benavídez llegó al referato por vocación. Se sentía una especie de Dios que impartía justicia entre los hombres, en este caso vestidos con una camiseta de fútbol. Tenía una forma particular de dirigir: entendía que no solo debía castigar las faltas del juego sino también el comportamiento de los jugadores en su vida personal. Tal como Bottaro, el juez recordado por Alejandro Dolina en sus Crónicas del Ángel Gris, Benavídez omitía las faltas de los probos y castigaba con amarillas y rojas a los impíos. Esto le valió una seria reprimenda de la Asociación pero el injustamente motejado “bombero” siguió con su plan de librar al fútbol de los atorrantes.

Así fue como Benavídez llegó al momento soñado desde que se dedicó a la profesión en la que el silbato sustituye a la espada de Temis: dirigir una final. Los rivales eran los clásicos adversarios de toda la vida: Paso de los Andes y Andrade. El partido había comenzado con los nervios propios de un encuentro definitorio, pero en general los guerreros vestidos de azul y los rojos y blancos se mantenían en los sutiles terrenos de la caballerosidad deportiva. Abrió el marcador para Paso de los Andes Candeloro, con un tiro libre cobrado por Benavídez en la puerta del área, que el delantero gringo colgaba en el ángulo superior izquierdo. 1 a 0. Así termina el primer tiempo. Los jugadores de Andrade le reclaman al referí injustamente, el tiro libre estaba bien sancionado. Alguno deslizó la esperada afrenta:
-                           ¡Vendido! ¿Cuánto te pagaron?

¿Vendido él? ¿Justo él que nació en Andrade, en la finca de Letta?- ¡Qué saben estos ignorantes de como el corazón me pesa cuando le hacen un gol al equipo del que soy hincha! Eso nunca lo sabrán porque Benavídez no mezcla el trabajo con los afectos. En eso es intachable. Es más. Imagina su retiro del referato pasando sus domingos en familia, lejos del fútbol. No soportaría  que lo vieran en la cancha y rumorearan acerca de la relación entre su pasión y su antigua labor.

En el segundo tiempo Andrade buscó el empate con todas sus fuerzas. Uno a uno fueron llegando los centros cruzados sobre el área rival hasta que sobre los veintidós minutos Paredes, el goleador, marcó el empate. Sobre los treinta Benavídez apareció por primera vez en el partido para marcar su protagonismo. Una mano innecesaria de Molina, el capitán de Paso de los Andes, en la mitad de la cancha, terminó con la segunda amarilla y la inmediata roja para el apesadumbrado jugador. Ahora los insultos cayeron desde la otra tribuna. La protesta podía verse como lógica, todos conocían el origen de Benavídez, Sólo que nunca el árbitro puso sus sentimientos por encima del deber. Volvió a tragar saliva y siguió dirigiendo, intentando hacer oídos sordos al agravio de la chusma.

Hasta que llegó el minuto fatídico. Todos lo recordarían. Minuto 43. Córdoba, volante por derecha de Andrade sube por su carril. Con la cabeza gacha, con la vista en el balón más que en los tres palos lanza un derechazo a rastrón aparentemente inofensivo. Pero el destino de los humanos tiene distintas formas de dejarlos en un pedestal o hundirlos en la ignominia. El inocuo disparo de Córdoba se hubiera ido afuera si antes no rozaba la pierna izquierda de Benavídez, descolocando al arquero Ventura convirtiendo el segundo gol de Andrade. Sorpresa, estupor, confusión primero. Indignación, irritación, furia incontrolable después. El partido no terminó. Las huestes azules destrozaron el alambrado olímpico e ingresaron al campo de juego para hacer justicia con sus propias manos. Muchos rememoran ese partido por la enorme gresca entre  hinchas de los dos equipos, incluyendo a la policía, dirigentes, veedores y cocacoleros.

Pasaron ya varios años del inconcluso clásico. Los detalles se vuelven borrosos con el paso del tiempo. Los rostros se desdibujan, las opiniones se amalgaman con la leyenda. Lo que nadie pudo explicarse jamás fue el paradero del perseguido Benavídez. Algunos dicen que lo vieron corriendo desaforadamente por la Calle Falucho rumbo al este. Otros, que salió de la cancha y se trepó a un camión cargado de cosechadores. El tano Villani, adjuntando a la historia un toque sobrenatural, habló de un ángel milagroso levantando al referí de las axilas y depositándolo en un baldío cercano. Los más osados llegaron a decir incluso que Benávidez nunca existió. Pero existió, lo puedo asegurar. Yo fui testigo de su utópica cruzada a favor de los sentimientos más nobles, de las acciones más altruistas, en contra de los bellacos y desleales. Yo tampoco sé que fue de él. Me gustaría confiar en la tesis de Villani, en una oportuna ayudita divina, para que, aunque fuera por única vez, el tiro del final saliera para el lado de la justicia.