Abro los ojos y veo el reflejo del sol dibujándose sobre las paredes. Comienza un nuevo día para recorrer esta inmensa ciudad que me agobia con su silencio de misa. Una noche en el Hyatt es uno de los lujos que me permito luego del holocausto. La habitación que elegí da a la Plaza Independencia , que se puebla rápidamente de palomas, que parecen celebrar la ausencia del placero y sus disparos disuasorios. Es una linda mañana para sentarse en un banco a mirar el cielo, a ver si Dios se dispone a bajar y charlar un rato conmigo. Pero primero iré al supermercado, a aprovisionarme para el resto del día.
Me proveo de lo básico: el menú de hoy incluye pollo, verduras y un buen vino blanco. Para la tarde llevo café instantáneo, azúcar, pan y quesos. En la heladera del hotel he guardado carnes y lácteos, para que no se descompongan. Pronto la leche se vencerá y no la podré tomar. Habrá que ir al campo a buscarla. Tuve la precaución de colocarme el barbijo antes de salir a la calle, el hedor es cada vez más nauseabundo. Los caranchos y chimangos invaden la ciudad y forman un colchón de plumas sobre la calle desierta. Aunque me ignoren siento una repugnancia incontrolable por la presencia de los carroñeros. Al pasar por un quiosco de revistas me llevo un diario. El Los Andes declara “13 de abril de 2050” . Lo voy a guardar. Es el documento histórico del día en que la humanidad perdió su última oportunidad.
El mutismo de la ciudad aplasta. No hay bocinas, no hay voces de niños, solo la naturaleza le aporta al ambiente su murmullo de pájaros. Nadie habla, nadie grita, nadie canta. Es una ciudad sin palabras. Y una ciudad sin palabras es como un árbol sin hojas, desnudo y triste. Desde un primer piso de un edificio de departamentos de la calle España cae agua por la ventana. Seguramente la persona que vivió allí dejó alguna canilla abierta. Mi maldita tendencia a la perfección hace que ingrese al edificio. Subo y la cierro. Es curioso. Alguno de los departamentos, no se cual, huele a frito. Bajo por el ascensor. Nunca lo había hecho y representa toda una novedad. ¿Curioso, no?. Habituado a ascender y descender nunca lo había hecho en una caja de hierro.
Vuelvo al hotel. Reviso la bolsa del supermercado para pensar qué voy a cocinar. Arroz, fideos, leche, carne vacuna, mermelada, vino, papas, tomates, aceite… Tantos siglos sin preocuparme por abastecerme a mí mismo lograron trasformarme en un inútil funcional. Voy a la cocina a buscar un libro, una guía, algo que me permita cocinar sin cometer inexactitudes. Algo encontré, algún aprendiz había dejado un recetario escondido entre las ollas. Aquí tengo todos los artefactos que me permitirán cocinar. Encuentro una fórmula para preparar un arroz al horno que parece ser atractiva. Comer, una necesidad básica de los hombres por la que no me había tenido que preocupar hasta ahora. ¡Cuántas cosas he tenido que aprender en estos dos días! Alimentarme, padecer frío, vestirme, calzarme, orinar, defecar… Mi creencia de que los humanos eran privilegiados por habérseles entregado la tierra no podía estar más equivocada. Fueron una raza saturada de limitaciones, colmada de pulsiones físicas, imposibilitados por su precaria realidad de alcanzar la divinidad. Duele comprender que estuvimos equivocados durante tantas vidas. ¿Mi Señor me disculpará por mi insolencia, por mi odio extremo, por excederme en el castigo a los mortales?. Elevo mi vista hacia el cielo, pero no recibo ninguna señal de ese perdón que ansío imperiosamente.
Abro las cortinas que dan a la plaza. Las hojas de los árboles se mecen con la suave brisa del sur, los pájaros vuelan liberados de los niños que los perseguían con sus gomeras. Los perros y gatos se adueñan de la ciudad, reemplazando el otrora reinado del hombre. ¿Pero qué veo?. Una mujer está sentada en un banco. Es joven, delgada y parece no haber sufrido el desastre. ¿Será un ángel como yo?. No puede ser, la conocería. ¿Será algún demonio enviado por Belcebú?. Su actitud complaciente y cariñosa con los perros ahora libres no es propia de uno de ellos. No parece angustiada o atemorizada. Al parecer Dios la eligió por alguna oculta razón. Es bella, morena y de tez aceitunada. Su porte es atractivo y su mirada… Su mirada tiene algo de lánguida paz. Una paz que no vi en otros humanos, a los que encontré envueltos en la insensatez, la mentira y la avaricia; preocupados por los asuntos mundanos olvidándose de su corazón, de su alma. Ella evidentemente ha alcanzado la luz, la santidad, la inmortalidad del ser. Sus ojos me buscan, sí, está mirando hacia la ventana. Cierro las cortinas con celeridad. Pienso en mi añorada condición divina y en como me descarrié del camino. Escucho la puerta de calle abrirse y un aroma perturbador cruza la sala. Pienso: ¿alcanzará la comida para los dos?