La Hora

Junín, Mendoza

lunes, 11 de abril de 2011

EL DELATOR



          Todo comenzó con una típica tormenta de verano. El cielo de Mendoza se fue poblando de nubes desde temprano en aquel Viernes Santo. Era extraño que ocurriera en el mes de abril, pero el año 2050 había sido particular en sus meteoros y el nuevo año transitaba entre vientos, lluvias y pequeños temblores en la tranquila ciudad montañesa. Los nubarrones al aparecer eran azules, pero ahora semejaban inmensos copos de algodón abarcando el cielo en toda su extensión. El Padre Horacio finiquitaba los últimos detalles de los clásicos actos litúrgicos en el Calvario, pero al observar la bóveda celeste tuvo una nefasta premonición, este día no sería como cualquiera.
           
            Fue hasta el mueble donde guardaba sus documentos personales y extrajo el cuaderno que tenía oculto hasta que llegara el momento indicado. Y este parecía serlo. Se sentó ante su escritorio y tuvo que prender la luz a pesar de ser las diez de la mañana. La calle se hallaba envuelta en sombras, llena de noche. En la vereda se oían los pasos apurados de la gente que trataba de llegar lo más rápido posible a sus casas. Tuvo una nueva visión. Tendría que suspender la misa, ya que seguramente no arribarían feligreses para celebrarla. Comenzó a anotar nombres mecánicamente, los que recordaba, para entregarle al ángel de la muerte cuando llegara, una lista exhaustiva de los pecadores de su sección. Horacio se sentía imbuido por no se que autoridad para señalar a los transgresores de las leyes de Dios. Afuera, en el patio de atrás de la Iglesia, se escuchaba un sonido tableteante sobre las chapas de zinc de la galería. Con su mano derecha movió la cortina y vió como el granizo, del tamaño de un grano de arroz, caía incesantemente.

            Puso inicio a su listado con los perezosos, aquellos que hacen de su vida un mero pasar. La pereza es el más metafísico de los pecados capitales, en cuanto está referido a la incapacidad de aceptar y hacerse cargo de la existencia de uno mismo. Es también el que más problemas causa en su denominación. Tomado en sentido propio es una tristeza de ánimo que aparta al creyente de las obligaciones espirituales o divinas, a causa de los obstáculos y dificultades que en ellas se encuentran. Bajo el nombre de cosas espirituales y divinas se entiende todo lo que Dios nos prescribe para la consecución de la eterna salud, como la práctica de las virtudes cristianas, la observación de los preceptos divinos, de los deberes de cada uno, los ejercicios de piedad y de religión. Concebir pues tristeza por tales cosas, abrigar voluntariamente, en el corazón, desgano, aversión y disgusto por ellas, es pecado capital. Tomada en sentido estricto es pecado mortal en cuanto se opone directamente a la caridad que nos debemos a nosotros mismos y al amor que debemos a Dios. De esta manera, si deliberadamente y con pleno consentimiento de la voluntad, nos entristecemos o sentimos desgano de las cosas a las que estamos obligados; por ejemplo, al perdón de las injurias, a la privación de los placeres carnales, entre otras; la acidia es pecado grave porque se opone directamente a la caridad de Dios y de nosotros mismos. Considerada en orden a los efectos que produce, si la acidia es tal que hace olvidar el bien necesario e indispensable a la salud eterna, descuidar notablemente las obligaciones y deberes o si llega a hacernos desear que no haya otra vida para vivir entregados impunemente a las pasiones, es sin duda pecado mortal. El nombre de Pedro Ormeño, aparecía como el sinónimo hecho carne de la acedia. Afuera, una excepcional lluvia de pájaros muertos golpeaba contra los vitrales de la catedral, produciendo un ruido insoportable. Se podía ver la calle San Martín convertida en un fétido cauce de sangre que fluía hacia las casas de los aterrados vecinos.
            La sanguinolenta precipitación cesó. El sacerdote se permitió salir del templo y comprobó con horror no contenido el cuadro que había dejado el fenómeno. Palomas y pájaros de todo tamaño yacían en la calle, inundada de sangre lo que la hacía resbaladiza para automóviles y peatones. Los árboles estaban desnudos de hojas y ramas, víctimas de un adelantado invierno artificial. De pronto se oyó un estruendo que provenía del pedemonte. Desde la posición de Horacio se observaba una gran polvareda en los cerros. Un torrente de rocas había caído sobre el dique Papagayos, que luego de su reforma actuaba como cedazo de los aludes. De pronto avanzó un mar de lodo sobre la ciudad. Quienes se encontraban en la calle volvieron aterrorizados a sus casas. El padre subió al primer piso, llevando su libro de anotaciones bajo el brazo. Había sonado la segunda trompeta del Día Final, la de la montaña precipitándose al agua. Subió corriendo las escaleras y desde su privilegiada posición lo observó todo. El barro viajaba a gran velocidad por las calles arrastrando todo lo que encontraba a su paso. Mezclados con el lodo marchaban automóviles, plantas del Parque San Martín y personas que no habían sido tan rápidos para llegar a sus casas. El padre volvió a tomar su lapicera y marcó a los que él entendía que padecían del pecado capital de la codicia. Simón Fernández, el inalcanzable dueño del oro mendocino encabezaba la lista, más allá de que el alud habría arrastrado con él y su propia avaricia. Tomás de Aquino escribió que la avaricia es un pecado contra Dios, al igual que todos los pecados mortales, en lo que el hombre condena las cosas eternas por las cosas temporales. En el Purgatorio de Dante, los penitentes eran obligados a arrodillarse en una piedra y recitar los ejemplos de avaricia y sus virtudes opuestas. Avaricia es un término que describe muchos otros ejemplos de pecados. Estos incluyen deslealtad, traición deliberada, especialmente para el beneficio personal, como en el caso de dejarse sobornar. Búsqueda y acumulación de objetos, robo y asalto, especialmente con violencia, los engaños o la manipulación de la autoridad son todas acciones que pueden ser inspirados por la avaricia, por lo que este listado era más numeroso que el de los perezosos.

            La Tierra estaba siendo castigada por los vicios de sus habitantes, y caían una a una las Babilonias del norte y del sur. Lo que siguió a la lluvia de sangre y el alud fue una catástrofe de enormes magnitudes ya imposible de combatir. Un enorme asteroide caía en el desierto sanjuanino, liberando una trágica nube de polvo suspendido que no tardó en llegar a la ciudad. El cielo ennegreció, llevándose para siempre el Sol, la Luna y las Estrellas. Los metales que traía la enorme bola de fuego contaminaron las aguas y ya no fue posible beberlas sin morir al instante. Horacio prendió una vela, porque también había sido destruída toda fuente de energía natural o artificial. El terror comenzaba a apoderarse de él, pero no dejó de hacer su infame oficio de escriba mortuorio. Era el turno de los irascibles. La ira puede ser descrita como un sentimiento no ordenado, ni controlado, de odio y enojo. Estos sentimientos se pueden manifestar como una negación vehemente de la verdad, tanto hacia los demás y hacia uno mismo, impaciencia con los procedimientos de la ley y el deseo de venganza fuera del trabajo del sistema judicial llevando a hacer justicia por sus propias manos, fanatismo en creencias políticas y generalmente deseando hacer mal a otros. Una definición moderna también incluiría odio e intolerancia hacia otros por razones como raza o religión, llevando a la discriminación. Las transgresiones derivadas de la ira están entre las más serias, incluyendo homicidio, asalto, discriminación y en casos extremos, genocidio. La ira es el único pecado que no necesariamente se relaciona con el egoísmo y el interés personal. El inventario de los poseedores de ira era encabezado por un par, el arzobispo, quien para Horacio era reaccionario y anticuado, odiando a homosexuales, comerciantes, artistas y líderes de otras religiones, despotricando desde su púlpito contra todos los que no pensaban como él. Sí, con todo el dolor del alma el arzobispo debía ser escarmentado.

Las aguas sabían a azufre y era imposible beberlas. Sonaba la cuarta trompeta. Todos morirían de sed, y solo escaparían a esta peste los justos, entre los que se contaba a sí mismo el padre Horacio, más allá de que se apoderaba del delator el ansia de agua. En las calles perros y gatos callejeros se dejaban morir en los umbrales, convencidos de que la inanición los terminaría consumiendo. En el inventario del cura se anotaban ahora los lujuriosos. La lujuria son los pensamientos posesivos sobre otra persona. Debido a su intrínseca relación con la naturaleza sexual, la lujuria en su máximo grado puede llevar a compulsiones sexuales o psicológicas , incluyendo la adicción al sexo, el adulterio y la violación. El concepto que Dante tenía de la lujuria era el amor hacia otras persona, lo que pondría a Dios en segundo lugar. Aquello no podía ser permitido y la adúltera Miriam, la devota e hipócrita Miriam primaba sobre todos los lascivos, habiendo incluso puesto en duda hasta su propia vocación de sacerdote.

Ya faltaba poco para el final. Los ángeles de la muerte no tardarían en aparecer para llevarse el cuaderno y comenzar su lúgubre trabajo. ¿Sabrían los enviados del Señor quienes eran los justos y quienes los pecadores de la ciudad? Era probable, pero lo mejor era asegurarse un lugar en el paraíso, al lado de Cristo, de sus apóstoles, de sus ángeles. No había que dejar nada librado al azar. Siguió con su abyecta tarea. Era el momento de consignar a los detentadores de la gula. Marcada por el consumo excesivo de manera irracional o innecesaria, la gula también incluye ciertas formas de comportamiento destructivo. De esta manera el abuso de substancias o las borracheras pueden ser vistos como ejemplos de gula. En la Divina Comedia de Alighieri, los penitentes en el Purgatorio eran obligados a pararse entre dos árboles, incapaces de alcanzar y comer las frutas que colgaban de las ramas de estos y por consecuencia se les describía como personas hambrientas. Ese era el rumbo que tomaría Gerónimo Suárez, conocido libertino que comulgaba todos los domingos, cual si fuera un gran virtuoso. A Horacio como sacerdote le provocaba repugnancia tamaño fingimiento, pero debía cumplir con su labor sacerdotal más allá de quien tuviera enfrente. Mas ahora la calamidad próxima le daba la oportunidad de borrarlo de la faz de la Tierra. De pronto un sonido infernal llegó desde el exterior. Cerró prontamente las ventanas de su guarida y volvió a ennegrecer el firmamento, ahora por una insólita invasión de insectos. Moscas, mosquitos, escorpiones invadían la ciudad por el cielo. La vereda parecía trasladarse de oeste a este, cuando en verdad lo que se movía era un repulsivo ataque a los humanos espacios por parte de arañas y cucarachas.

La claustrofobia comenzaba a ahogar al tonsurado acusador. Abajo, en la nave de la iglesia se escuchaban pasos incesantes que de a poco se acercaban por la escalera circular. Se apresuró entonces a asignar el último círculo del infierno a los envidiosos. En su creciente demencia Horacio se sentía elegido por un plan divino para depurar el planeta, o al menos su ciudad. Aquellos que cometen el pecado de la envidia desean algo que alguien más tiene, y que perciben que a ellos les hace falta, y a consiguiente desear el mal al prójimo, y sentirse bien con el mal ajeno. Dante la definió como amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos. En el purgatorio de Dante, el castigo para los envidiosos era el de cerrar sus ojos y coserlos, porque habían recibido placer al ver a otros caer. ¡Qué felicidad tendría de ver con los ojos sellados a su hermano Aurelio! Su envidioso pariente no soportaba su cercanía al poder, el favor que recibía de su familia, orgullosa de tener un hombre de Dios entre su miembros. Era claramente el peor de los resentidos y merecía el dedo acusador que caía sobre él. Los pasos resonaban en el pasillo y de pronto se detuvieron ante la puerta.

Feliz de haber sido escuchado por la Divinidad abrió la puerta. Apareció ante él un ser celestial como solo había podido observar en los libros hagiográficos. Era bello, como ningún hombre conocido, como ninguna mujer. Su rostro era lívido, etéreo, transparente. Su boca estaba adornada por una sonrisa maliciosa. Su enorme altura intimidaba, y al mismo tiempo atraía. Estaba envuelto en una túnica negra y portaba una dalla entre sus manos. En la arista del arma caía una gota de plomo caliente. Horacio se apresuró a darle, con manos temblorosas y bañado en sudor, su libro maldito. El ángel lo observó. Fueron segundos eternos para el cura. Tomó el libro y lo arrojó violentamente contra la puerta de madera.

-                           Mi Padre no necesita de tu delación para administrar justicia en este mundo- dijo el Mensajero de Dios. – Vengo a buscarte a ti, por tu pecado de soberbia. Sólo el Señor es capaz de delimitar quien debe ser salvado y quien debe ser condenado. Tú, espíritu simple, no tienes esa investidura y, por lo tanto, debes pagar por tu osadía-.

Ante la vista horrorizada de Horacio el Ángel tomó una apariencia bestial, con doce ojos que caían sobre el abatido sacerdote, apretó con fuerza el cuello del pelele y la gota de plomo entró por su garganta, quemándolo de a poco, la muerte más horrorosa que pudiera haber imaginado.

Afuera, la ciudad había recobrado lentamente su normalidad. Los fuegos de los incendios habían sido apagados por una oportuna lluvia. Los insectos viajaban hacia otras latitudes. La gente se unía para limpiar los restos de animales muertos y de los imprudentes que habían tenido la temeridad de salir en medio de la tempestad, el agua de la precipitación borraban todos los rastros de sangre. El lodo se secaba y era barrrido por las máquinas municipales. Todo volvía a su curso. Dios le daba, una vez más, una nueva oportunidad al mundo.

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