La Hora

Junín, Mendoza

viernes, 15 de abril de 2011

PRIMER AMOR

-                           ¿Te acordás de Julieta Correas?- preguntó de pronto Flavio Nuñez a su amigo Navarro.
-                           ¿Quién?- contestó Nelson, más ocupado en observar a una portentosa morocha que pasaba por la vereda del Café El Refugio, que en la conversación de su amigo de la infancia.
-                           Julieta Correas- insistió Nuñez. -La hija del doctor. La que vivía en la casa frente a la cancha de Junín-.
-                           ¿La rubiecita de trenzas?. Sí, ahora me acuerdo. Se fue a Mendoza cuando estábamos en sexto. Pero: ¿a qué viene ese recuerdo?-inquirió un extrañado Navarro a su melancólico compañero.
-                           Fue mi primera novia. Mi primer beso se lo dí a ella- respondió Flavio enfáticamente con la mirada perdida en el pasado.
-                           Sí, ahora me acuerdo bien. Vos le diste el primer beso pero después se escondía en el rincón infantil de la Blanco Encalada con Ariel Rubiales- dijo Nelson, riendo a carcajadas ante la excentricidad de la evocación de su mejor amigo.
-                           Sos un boludo. No entendés nada- contestó Nuñez levantándose de la mesa y yéndose del café furioso, dejando plantado al imprudente.
Se fue hasta su casa caminando, rechazando ser llevado por quien se burlaba de su renacido amor. Había vuelto a sentir el pecho oprimido por una mujer y no estaba dispuesto a aceptar que cualquier infeliz, por más amigo que fuera.

Esa noche a Nuñez le costó dormirse. Las añoranzas de la pasión infantil retornaron a su memoria. Un acto del veinticinco de mayo, en el que la señorita Marta formó las parejas para bailar el candombe e, intencionalmente, lo unió a la adorada rubiecita. Los ojos celestes de Correa desplazaron rápidamente a las decenas de ojos de las distintas mujeres que pasaron por su vida, y ahora, en un instante, desaparecían para siempre de su existencia. La remembranza de un picnic en la plaza de Junín en el que le dio su primer – y único- beso lo terminó de convencer de que debía buscarla a como diera lugar. Finalmente, a eso de las cuatro y cuarto de la mañana Flavio se durmió. Se soñó otra vez niño. Sentado en un banco de la plaza con el guardapolvo puesto,  compartía un paquete de galletas Manón con Nelson, aunque extrañamente el amigo vestía traje y corbata negros, atuendo más adecuado al oficio de empleado del Banco Nación actual que del infante de antaño. De pronto se abrían las nubes blancas y gordas y descendía cual querubín la bella, la dulce, la inconmensurable Julieta Correas, vestido con un reluciente guardapolvo Arciel y con dos doradas alas en la espalda. Sus pies estaban descalzos y desde el cielo la hermosa chiquilla le decía:
-                           Flavio buscame, estaré siempre donde quieras que esté.

Al día siguiente amaneció con la firme determinación de encontrar a su amor de la infancia. Cumplió con responsabilidad su labor como empleado judicial, y volvió a su departamento de soltero, a cocinar para dormir después una siesta reparadora. Al despertar llamó a su amigo para disculparse por el arranque de la noche anterior, y acordaron juntarse a tomar un café esa misma tarde. Otra vez en El Refugio Nuñez refirió a Navarro su proyecto de rescate del pasado. Navarro creyó con certeza que su amigo había enloquecido, pero tuvo la precaución de esta vez no mofarse del frenesí romántico de su interlocutor y prometió ayudarlo a buscarla, guardándose para si mismo la firme convicción de que Flavio superaría pronto este delirio.

A través de un par de llamadas a los compañeros de primaria más fáciles de ubicar comenzó el plan de Navarro para complacer a su enamorado amigo. Los primeros en contactar fueron Castro y Ortiz, quienes seguían viviendo en Junín. Les preguntó por la rubia Correas, pero nada sabían. Allí surgió la idea. Organizarían una cena de reencuentro. No era una fecha especial, pero la excusa era válida para el reencuentro. Nelson continuó con sus llamadas y de a poco fueron coordinando fecha y lugar. Sería el veinte de febrero en la pizzería. Para llamar la atención de los que vivían lejos publicó en los diarios Los Andes y Mendoza sendos avisos clasificados, anunciándolo también por la LV 10. Todo estaba en marcha.

A Nuñez la idea le pareció brillante y comenzó a hacer planes para la fecha. Faltaban veinte días, tendría que comprar ropa para estar elegante y atractivo para ella. ¿Se habría casado? ¿Seguiría siendo tan linda como a los ocho años?. Difícil de saberlo, el tiempo no pasa en vano. Los primeros días pasaron con relativa calma para Flavio, pero a medida que el momento se acercaba sus nervios se crispaban, tornándose poco más que insoportable para sus allegados. Se paraba frente al espejo a ensayar las palabras que le diría, y hasta imaginaba las respuestas de la mujer. Definitívamente estaba perdiendo la razón y la única cura era volver a verla.

Y la esperada noche llegó. Nuñez fue el primero en arribar, su amigo Navarro lo estaba esperando. De a uno se fueron haciendo presentes. Aranda, la que hace unos años fue coronada reina del departamento. El Negro Castro, eterno bromista  y líder natural. Ceballos, la otrora poseedora de una ceñida cintura, ahora devenida en mastodónica matrona. Flavio saludaba a todos, y por encima de los hombros del recién llegado miraba hacia la puerta en busca de su chica.

Ya habían comenzado a comer cuando de pronto pareció que una luz inundaba el salón. O al menos eso le pareció a Nuñez. La rubia Correas apareció ante el umbral. No era como la recordaba, pobre iluso de él que buscaba un rostro de niña en una mujer de treinta años. Ante él emergió una espléndida dama elegante, refinada, etéreas, inolvidable. El corazón de Flavio era un caballo desbocado. La doctora Correas, porque era médica igual que sus padres, había elegido estar frente a su enamorado. ¿Se daría cuenta de su desbordada pasión? Sí, seguro, lo suyo era demasiado obvio.

-                           Parece que somos los únicos solteros de la mesa- descargó Julieta sobre un azorado Nuñez.
De la excitación que lo embargaba se le escabulló de las manos el tenedor, lo que provocó una risita cómplice de su vecina. A partir de ese momento no existió más nadie para los dos. Entablaron una extensa conversación, y al hablar lo seducía aún más. Estaba feliz de haber provocado este encuentro, más aún al saber que Julieta estaba divorciada, sin haber tenido hijos con su ex marido. Ella le habló de su consultorio, de su trabajo en el Italiano, de sus perros, de sus caminatas por el parque. Él de su rutina de empleado público, de sus tardes de café y sus sábados de casino, de sus delirios literarios y sus soledades dominicales. Y se fueron. Se fueron juntos, apurando los abrazos y los besos con sus ex compañeros, acelerando los pasos, urgidos por el arrebato venéreo renacido. Al subir al auto de Nuñez les llamó la atención en la vereda de enfrente la sombra de un niño, considerando la hora y la llovizna reinante. Detenidos unos segundos en la visión la sombra se escabulló.
-                           Ahora te quiero de nuevo – dijo ella.
-                           Yo siempre- respondió él.

En la esquina de la casa de Flavio sonaron pisadas, corridas chapoteando en el agua. La resonancia era de pies de niños. Se oían risotadas y canciones infantiles. ¿Qué pasaba en esa ciudad, en la que dos mocosos jugaban bajo la lluvia, a las dos de la mañana?.
-                           ¿ Oíste eso? – preguntó el inquieto enamorado.
-                           Sí, y la canción me resultó conocida, como las que cantábamos en nuestra época.- contestó ella.

Corrieron  hasta la esquina pero no había nadie allí. Las ventanas de las casas estaban cerradas y ni siquiera una luz se asomaba desde el interior. Inquietos volvieron, pero entre besos, e indecencias dichas al oído cerraron la puerta con llave, y se dirigieron con ansiosa prisa al dormitorio del soltero. Las caricias inundaron la habitación. Parecían amantes que recuperaban su gimnasia amatoria después de años de abstinencia, cuando en verdad era la primera vez que estarían juntos. Más al levantar la cerviz la doctora Correas lanzó un grito de horror que se dirigía a la puerta. Dos niños observaban la escena, con lágrimas en los ojos y un gesto desgarrador en sus rostros. Se vistieron rápidamente movidos por el pudor y el miedo y los observaron mejor. La niña tenía el cabello rubio, y una trenza le caía por la espalda. Tenía unos bellos ojos de cielo. El varón era moreno, y con una mirada en la que se adivinaba la picardía inocente de un rapaz de barrio. No eran otros que Julieta Correas y Flavio Nuñez, pero a los diez años, con la frescura de su candor infantil, ayuno de desilusiones y desengaños, con el alma limpia de rencores y mezquindades, azorados ante esos dos adultos despojados de sus ropas que se miraban, casi desconociéndose.

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