La Hora

Junín, Mendoza

sábado, 5 de noviembre de 2011

PARANOIA

Me persiguen. No se quién pero lo hacen. Siento una mano negra sobre cada una de mis acciones, un titiritero invisible que ordena y desordena mi vida. Esta mañana, al levantarme para ir a la fábrica no había nadie en casa. Me resultó extraña la ausencia masiva de mi mujer, de mis hijas. Ni siquiera la abuela, casi un mueble del comedor, estaba apoltronada en su rincón. Me lavé la cara y no me quedó otra que desayunar solo. Sentí un golpe seco contra la puerta. Abrí. Era el repartidor del diario. Tengo una maldita costumbre heredada de mi viejo: arranco la lectura del matutino leyendo las fúnebres. Casi me ahogo con el café con leche caliente cuando leí mi nombre en el obituario. Luego medité la peregrina posibilidad de que existiera en toda la provincia otro Pedro Avellaneda. Creí recordar unos parientes en Tunuyán, los Avellaneda ricos de los que hablaba papá. Pero el velatorio era en Alarcón. Seguí leyendo; “su esposa Marisa” (una infausta coincidencia seguramente), “sus hijos Sebastián, Cristian y Marcela” (ya no puede ser posible tanta casualidad), y ”su abuela Teresa (ya no quedaban dudas, se trataba de mi familia), “participan con profundo dolor de su fallecimiento e invitan al sepelio a realizar mañana 3 de noviembre a las 12 horas en el Cementerio El Moyano”. ¿Mi sepelio? ¿Cómo enterrarme si no estoy muerto?. La prueba más fehaciente de ello era ese café con leche, esas tostadas con manteca que desaparecían en mi boca, la aprensión del diario en mis manos de carne firme… No, no es posible. Debía ir a la cochería para alertarlos del error, estarían velando a un desconocido mientras que yo descansaba plácidamente en mi colchón.

Llegué a la sala fúnebre, pero no encontré a nadie. No había velorio, no había muerto, no había deudos. No pregunté nada al cuidador, porque si no me creería un enajenado. ¿Estoy muerto? ¿Me velan hoy? no parecen dos enunciados muy lógicos. Volvía con mil contradicciones a casa. Abrí la puerta y todo estaba como siempre. La misma frialdad en el beso de mi mujer, la misma indiferencia de mis hijos, la misma demencia senil de la abuela.
-                           ¿Qué hacés acá? ¿No deberías estar trabajando vos?- así me recibió mi señora, siempre tan agradable.
-                           Leí en el diario que había muerto un Pedro Avellaneda, fui hasta la cochería pero no había nadie- le contesté con algo de temor por la reacción de Lucía.
-                           ¿Qué? ¿Desayunaste con cerveza vos?. Andá a trabajar, mirá si encima que tenés un trabajo de mierda te echan-.
Me fui pensando en el carácter de mi mujer, cada día más agrio, y partí hacia mi triste trabajo en el archivo municipal, pensando si todo esto no sería un chiste de mal gusto de Amieva. Podría ser, pero: ¿y el diario?. El aviso fúnebre era una prueba incontrastable de mi muerte. Si esto era el infierno es mucho peor de lo que imaginaba en mi infancia.

Llegué preocupado al trabajo. En mis 18 años en la Municipalidad nunca había llegado tarde. Pasé directamente a mi despacho, ya habría tiempo de marcar tarjeta. Pero al querer ingresar me detuvo la mano firme de Graciela, la secretaria del intendente.
-                           Disculpe señor pero para pasar a esa oficina debe ser empleado de la Municipalidad- me espetó en la cara, seria como nunca.
-                           Graciela, soy yo, Pedro Avellaneda. Compras y Suministros-
-                           Nunca lo vi en mi vida, haga el favor de esperar afuera si no quiere que lo haga sacar a la fuerza- agregó resuelta.
Me fui para evitar problemas. Pobre Graciela, debe tener algún trastorno de memoria. ¿O es que realmente no me conocía?. No hay inquietud mayor que no estar seguro de quien es uno. Nacemos con una personalidad, nos otorgan un nombre que llevamos con nosotros por siempre, y cuando alguien cuestiona esta aparente verdad nos deja desnudos, indefensos ante el mundo, que parece seguir girando sin percatarse de nuestra ínfima existencia.

Otra desagradable sorpresa me deparaba mi esquivo destino. Volví a casa, intenté introducir mi llave en la cerradura pero no correspondían en absoluto la concavidad de una y la convexidad de la otra. La retiré y traté de abrir nuevamente la puerta, pero fue inútil. Toqué el timbre de mi propia casa, pero la que salió no fue Marisa, si no una mujer desconocida, con un niño de unos dos años en sus brazos.
-                           ¿Sí? ¿Qué desea?- me dijo la mujer.
-                           Entrar a mi casa- le respondí aturdido.
-                           Cuando la encuentre va a poder hacerlo. Buenas tardes- dijo, y me cerró la puerta en la cara.

Y es así como comencé a vagar sin derrotero por la ciudad, sin saber dónde ir, ya que nadie parecía conocerme. Mis amigos no saben quién soy, mis compañeros de trabajo me tratan como a un ciudadano más. Hasta que hace unos minutos, en medio de mi desasosiego miré al cielo y comprendí todo. En un claro entre las nubes vi, nítido y omnipotente, el rostro que se me aparecía en sueños y que, al despertar tenía nombre y apellido. A mi alrededor comenzó a borrarse todo mágicamente, primero los árboles, luego las casas, pronto también los rostros y los cuerpos de las transeúntes presentes en ese momento en la Avenida Mitre. Se desdibujaban como la tinta mojada. Uno a uno iban desapareciendo hasta quedar inserto en la nada absoluta. Volví nuevamente mi vista hacia el firmamento. El semblante de mi verdadero padre, del Jorge Zalazar de mis pesadillas, se mantenía impertérrito, puesta su mirada fija en mí, con apariencia de haber cumplido su misión, y su dedo asesino sobre la tecla DELETE de la computadora.

martes, 1 de noviembre de 2011

CHACÓN


Esteban Iraola se ha despertado. El sol de enero abraza el campo santarrosino. Iraola se desabrocha la chaqueta azul. Siente una acuciante presión en la garganta, mezcla de calor, sed y decepción. Apoya su fusil en tierra como apoyo para ponerse en pie, pero al afirmar su pie derecho experimenta un dolor lacerante, similar a los que sintió alguna vez en sus  micciones sifilíticas. Como puede se traslada hasta un tronco de chañar que yace en el campo. El tronco yace, como yacen también cientos de casacas azules y rojas, esparcidas entre las lomas. El olor a pólvora y a sangre seca penetra en las fosas nasales del soldado malherido, y al conocer por primera vez cual es el aroma de la muerte vomita sobre sus propias botas.

Escucha un grito a sus espaldas. A pesar de su pierna lastimada se traslada hacia donde cree que surge el sonido. Descubre al sargento Huidobro. El cuadro es horroroso. El sargento está acostado en medio de un charco de agua, pues, para aumentar el cuadro dantesco, ha llovido mucho en el Chacón. A unos diez metros está, abandonada a su suerte, la pierna derecha del superior.
-                           Iraola, máteme- le dice al oído con un hilo de voz.

Iraola no puede hacerlo. Es extraña la sensación. Durante toda aquella tarde no ha hecho otra cosa que matar, pero darle el toque final a un moribundo le parece un crimen atroz. Más Huidobro le toma la mano con fuerza y su mirada es como una daga. Es un superior y debe obedecerlo. Toma una distancia acorde con el hecho, toma su ballesta con firmeza y un disparo certero se incrusta en la frente del sargento. La sangre salpica a Iraola, quien comprueba que ha perdido cualquier sentimiento hacia la muerte que pudiera haber tenido hasta ese momento.

Ya tiene una muerte más sobre sus espaldas. Ahora es una muerte pedida, buscada, el difunto tiene nombre y apellido, porta su mismo color. Ya no se trata de alguno con divisa punzó. Es uno de los suyos. Pero, ¿no son de los suyos también los otros?. Son riojanos, sanjuaninos, puntanos, tucumanos, hasta mendocinos igual que él. No se había puesto a pensar que alguno de esos cuerpos puede ser de un habitante de El Retamo, tal como lo es él. ¿Cómo no considerar la posibilidad de qué su primo Evaristo mire con sus ojos perdidos al sol, aguardando el punzón de las aves de rapiña?. Todavía se acuerda cuando su pariente siguió a La Sombra Terrible de los Llanos, cuando anduvo por La Posta sembrando el miedo. Ese gaucho atrevido y falaz, que pasaba cual Atila derribando imperios. Siempre creyó que la razón se impondría al final a la fuerza. Sin embargo, ¿en el campo de batalla imperaba la razón?. Si Evaristo estaba en ese campo, y había muerto: ¿quién el aseguraba que su bala no lo había atravesado?.

El humo todavía reina sobre las lomas inertes. No hay nadie vivo. De pronto oye un galope a sus espaldas. Distingue uno, dos, tres jinetes vestidos de ponchos rojos, con los cabellos revueltos y las barbas crecidas. Se acercan cada vez más y Esteban casi no tiene alternativas para evitar a los federales que se acercan. Decide acostarse en el campo y simular que es un cadáver más. El sol cae sobre sus ojos cerrados y las moscas lo importunan, ya que a pocos centímetros yace un soldado con un ojo reventado y una mano menos. El dolor de su pie es inaguantable, pero la perspectiva de morir acribillado por los salvajes es aún más desolador.

Los centauros bajan de sus monturas y se disponen a inspeccionar los cuerpos yacientes. Como es natural se preocupan por sus soldados para comprobar si alguno está vivo. Iraola sigue su farsa a duras penas. El sudor corre por su frente, y debe realizar un esfuerzo sobrehumano para controlar el terror que le provoca la vecindad de los soldados federales, pero sobre todo el que le inspira su jefe. A escasos milímetros de su cabeza pasa la bota izquierda de Facundo Quiroga y lo mira fijamente. Su fama de rastreador vuelve a la memoria de Iraola y casi se siente muerto. Pero el general parece no haberse percatado que el salvaje unitario que está frente a él solo tiene un raspón en su pierna. Se alejan unos metros y cuando Iraola cree estar a salvo asume una actitud que lo condenará. Como puede se levanta y, en dirección contraria a los enemigos huye alocadamente, ya que no hay donde huir ni quien lo auxilie. Quiroga y sus hombres giran sobre si mismos. Si hubiera pedido clemencia le habría sido otorgada. Pero el general no puede perdonar la cobardía. Con un disparo certero atraviesa la testa pusilánime del unitario, cayendo sobre un tronco de chañar.

          A escasos metros el tambor Ignacio Reyes, absuelto de cualquier homicidio debido a sus doce años de edad observa la acción. Años más tarde, en la coqueta Mendoza de los ’80 presentará en el Club de Armas su colección de pinturas, entre las que se destaca Chacón, en la que se observa a un valiente unitario acribillado por la espalda por unos federales traicioneros. La historia contada por los que ganan había ganado un nuevo héroe.