La Hora

Junín, Mendoza

sábado, 5 de noviembre de 2011

PARANOIA

Me persiguen. No se quién pero lo hacen. Siento una mano negra sobre cada una de mis acciones, un titiritero invisible que ordena y desordena mi vida. Esta mañana, al levantarme para ir a la fábrica no había nadie en casa. Me resultó extraña la ausencia masiva de mi mujer, de mis hijas. Ni siquiera la abuela, casi un mueble del comedor, estaba apoltronada en su rincón. Me lavé la cara y no me quedó otra que desayunar solo. Sentí un golpe seco contra la puerta. Abrí. Era el repartidor del diario. Tengo una maldita costumbre heredada de mi viejo: arranco la lectura del matutino leyendo las fúnebres. Casi me ahogo con el café con leche caliente cuando leí mi nombre en el obituario. Luego medité la peregrina posibilidad de que existiera en toda la provincia otro Pedro Avellaneda. Creí recordar unos parientes en Tunuyán, los Avellaneda ricos de los que hablaba papá. Pero el velatorio era en Alarcón. Seguí leyendo; “su esposa Marisa” (una infausta coincidencia seguramente), “sus hijos Sebastián, Cristian y Marcela” (ya no puede ser posible tanta casualidad), y ”su abuela Teresa (ya no quedaban dudas, se trataba de mi familia), “participan con profundo dolor de su fallecimiento e invitan al sepelio a realizar mañana 3 de noviembre a las 12 horas en el Cementerio El Moyano”. ¿Mi sepelio? ¿Cómo enterrarme si no estoy muerto?. La prueba más fehaciente de ello era ese café con leche, esas tostadas con manteca que desaparecían en mi boca, la aprensión del diario en mis manos de carne firme… No, no es posible. Debía ir a la cochería para alertarlos del error, estarían velando a un desconocido mientras que yo descansaba plácidamente en mi colchón.

Llegué a la sala fúnebre, pero no encontré a nadie. No había velorio, no había muerto, no había deudos. No pregunté nada al cuidador, porque si no me creería un enajenado. ¿Estoy muerto? ¿Me velan hoy? no parecen dos enunciados muy lógicos. Volvía con mil contradicciones a casa. Abrí la puerta y todo estaba como siempre. La misma frialdad en el beso de mi mujer, la misma indiferencia de mis hijos, la misma demencia senil de la abuela.
-                           ¿Qué hacés acá? ¿No deberías estar trabajando vos?- así me recibió mi señora, siempre tan agradable.
-                           Leí en el diario que había muerto un Pedro Avellaneda, fui hasta la cochería pero no había nadie- le contesté con algo de temor por la reacción de Lucía.
-                           ¿Qué? ¿Desayunaste con cerveza vos?. Andá a trabajar, mirá si encima que tenés un trabajo de mierda te echan-.
Me fui pensando en el carácter de mi mujer, cada día más agrio, y partí hacia mi triste trabajo en el archivo municipal, pensando si todo esto no sería un chiste de mal gusto de Amieva. Podría ser, pero: ¿y el diario?. El aviso fúnebre era una prueba incontrastable de mi muerte. Si esto era el infierno es mucho peor de lo que imaginaba en mi infancia.

Llegué preocupado al trabajo. En mis 18 años en la Municipalidad nunca había llegado tarde. Pasé directamente a mi despacho, ya habría tiempo de marcar tarjeta. Pero al querer ingresar me detuvo la mano firme de Graciela, la secretaria del intendente.
-                           Disculpe señor pero para pasar a esa oficina debe ser empleado de la Municipalidad- me espetó en la cara, seria como nunca.
-                           Graciela, soy yo, Pedro Avellaneda. Compras y Suministros-
-                           Nunca lo vi en mi vida, haga el favor de esperar afuera si no quiere que lo haga sacar a la fuerza- agregó resuelta.
Me fui para evitar problemas. Pobre Graciela, debe tener algún trastorno de memoria. ¿O es que realmente no me conocía?. No hay inquietud mayor que no estar seguro de quien es uno. Nacemos con una personalidad, nos otorgan un nombre que llevamos con nosotros por siempre, y cuando alguien cuestiona esta aparente verdad nos deja desnudos, indefensos ante el mundo, que parece seguir girando sin percatarse de nuestra ínfima existencia.

Otra desagradable sorpresa me deparaba mi esquivo destino. Volví a casa, intenté introducir mi llave en la cerradura pero no correspondían en absoluto la concavidad de una y la convexidad de la otra. La retiré y traté de abrir nuevamente la puerta, pero fue inútil. Toqué el timbre de mi propia casa, pero la que salió no fue Marisa, si no una mujer desconocida, con un niño de unos dos años en sus brazos.
-                           ¿Sí? ¿Qué desea?- me dijo la mujer.
-                           Entrar a mi casa- le respondí aturdido.
-                           Cuando la encuentre va a poder hacerlo. Buenas tardes- dijo, y me cerró la puerta en la cara.

Y es así como comencé a vagar sin derrotero por la ciudad, sin saber dónde ir, ya que nadie parecía conocerme. Mis amigos no saben quién soy, mis compañeros de trabajo me tratan como a un ciudadano más. Hasta que hace unos minutos, en medio de mi desasosiego miré al cielo y comprendí todo. En un claro entre las nubes vi, nítido y omnipotente, el rostro que se me aparecía en sueños y que, al despertar tenía nombre y apellido. A mi alrededor comenzó a borrarse todo mágicamente, primero los árboles, luego las casas, pronto también los rostros y los cuerpos de las transeúntes presentes en ese momento en la Avenida Mitre. Se desdibujaban como la tinta mojada. Uno a uno iban desapareciendo hasta quedar inserto en la nada absoluta. Volví nuevamente mi vista hacia el firmamento. El semblante de mi verdadero padre, del Jorge Zalazar de mis pesadillas, se mantenía impertérrito, puesta su mirada fija en mí, con apariencia de haber cumplido su misión, y su dedo asesino sobre la tecla DELETE de la computadora.

martes, 1 de noviembre de 2011

CHACÓN


Esteban Iraola se ha despertado. El sol de enero abraza el campo santarrosino. Iraola se desabrocha la chaqueta azul. Siente una acuciante presión en la garganta, mezcla de calor, sed y decepción. Apoya su fusil en tierra como apoyo para ponerse en pie, pero al afirmar su pie derecho experimenta un dolor lacerante, similar a los que sintió alguna vez en sus  micciones sifilíticas. Como puede se traslada hasta un tronco de chañar que yace en el campo. El tronco yace, como yacen también cientos de casacas azules y rojas, esparcidas entre las lomas. El olor a pólvora y a sangre seca penetra en las fosas nasales del soldado malherido, y al conocer por primera vez cual es el aroma de la muerte vomita sobre sus propias botas.

Escucha un grito a sus espaldas. A pesar de su pierna lastimada se traslada hacia donde cree que surge el sonido. Descubre al sargento Huidobro. El cuadro es horroroso. El sargento está acostado en medio de un charco de agua, pues, para aumentar el cuadro dantesco, ha llovido mucho en el Chacón. A unos diez metros está, abandonada a su suerte, la pierna derecha del superior.
-                           Iraola, máteme- le dice al oído con un hilo de voz.

Iraola no puede hacerlo. Es extraña la sensación. Durante toda aquella tarde no ha hecho otra cosa que matar, pero darle el toque final a un moribundo le parece un crimen atroz. Más Huidobro le toma la mano con fuerza y su mirada es como una daga. Es un superior y debe obedecerlo. Toma una distancia acorde con el hecho, toma su ballesta con firmeza y un disparo certero se incrusta en la frente del sargento. La sangre salpica a Iraola, quien comprueba que ha perdido cualquier sentimiento hacia la muerte que pudiera haber tenido hasta ese momento.

Ya tiene una muerte más sobre sus espaldas. Ahora es una muerte pedida, buscada, el difunto tiene nombre y apellido, porta su mismo color. Ya no se trata de alguno con divisa punzó. Es uno de los suyos. Pero, ¿no son de los suyos también los otros?. Son riojanos, sanjuaninos, puntanos, tucumanos, hasta mendocinos igual que él. No se había puesto a pensar que alguno de esos cuerpos puede ser de un habitante de El Retamo, tal como lo es él. ¿Cómo no considerar la posibilidad de qué su primo Evaristo mire con sus ojos perdidos al sol, aguardando el punzón de las aves de rapiña?. Todavía se acuerda cuando su pariente siguió a La Sombra Terrible de los Llanos, cuando anduvo por La Posta sembrando el miedo. Ese gaucho atrevido y falaz, que pasaba cual Atila derribando imperios. Siempre creyó que la razón se impondría al final a la fuerza. Sin embargo, ¿en el campo de batalla imperaba la razón?. Si Evaristo estaba en ese campo, y había muerto: ¿quién el aseguraba que su bala no lo había atravesado?.

El humo todavía reina sobre las lomas inertes. No hay nadie vivo. De pronto oye un galope a sus espaldas. Distingue uno, dos, tres jinetes vestidos de ponchos rojos, con los cabellos revueltos y las barbas crecidas. Se acercan cada vez más y Esteban casi no tiene alternativas para evitar a los federales que se acercan. Decide acostarse en el campo y simular que es un cadáver más. El sol cae sobre sus ojos cerrados y las moscas lo importunan, ya que a pocos centímetros yace un soldado con un ojo reventado y una mano menos. El dolor de su pie es inaguantable, pero la perspectiva de morir acribillado por los salvajes es aún más desolador.

Los centauros bajan de sus monturas y se disponen a inspeccionar los cuerpos yacientes. Como es natural se preocupan por sus soldados para comprobar si alguno está vivo. Iraola sigue su farsa a duras penas. El sudor corre por su frente, y debe realizar un esfuerzo sobrehumano para controlar el terror que le provoca la vecindad de los soldados federales, pero sobre todo el que le inspira su jefe. A escasos milímetros de su cabeza pasa la bota izquierda de Facundo Quiroga y lo mira fijamente. Su fama de rastreador vuelve a la memoria de Iraola y casi se siente muerto. Pero el general parece no haberse percatado que el salvaje unitario que está frente a él solo tiene un raspón en su pierna. Se alejan unos metros y cuando Iraola cree estar a salvo asume una actitud que lo condenará. Como puede se levanta y, en dirección contraria a los enemigos huye alocadamente, ya que no hay donde huir ni quien lo auxilie. Quiroga y sus hombres giran sobre si mismos. Si hubiera pedido clemencia le habría sido otorgada. Pero el general no puede perdonar la cobardía. Con un disparo certero atraviesa la testa pusilánime del unitario, cayendo sobre un tronco de chañar.

          A escasos metros el tambor Ignacio Reyes, absuelto de cualquier homicidio debido a sus doce años de edad observa la acción. Años más tarde, en la coqueta Mendoza de los ’80 presentará en el Club de Armas su colección de pinturas, entre las que se destaca Chacón, en la que se observa a un valiente unitario acribillado por la espalda por unos federales traicioneros. La historia contada por los que ganan había ganado un nuevo héroe.

jueves, 20 de octubre de 2011

SOLEDAD


En plena luz no somos ni una sombra.
Antonio Porchia

Dejé de acompañar a Fernando hace dos meses. Comencé a experimentar mi separación con él una mañana en la que me desperté para ir a trabajar y ya no estaba, se había ido sin mí. ¿Se habría enojado por algún motivo conmigo?. No, imposible. A decir verdad jamás se percató de mi presencia, o si lo hizo aceptó como natural mi cercanía para con su cuerpo. Salí a caminar por las calles sanmartinianas, por primera vez sola desde que tengo memoria. Entré al Magdalena, un café al que solía acompañar a Fernando en sus interminables tertulias literarias con sus amigos poetas. Después crucé la ruta y me dirigí hasta el Paseo de la Patria, donde me senté frente a unos abuelos que daban de comer a las palomas. Pude ver mucha gente andando por ahí, pero cada uno andaba en lo suyo, indiferente a las de mi clase.

Me pregunto dónde andará Fernando. Quizá esté el Club Social. Solía hacer eso por las noches, y esta noche eterna es propicia para sus partidos de truco. Quizá haya viajado hasta Junín, a la casa de su hermano Oscar. Podría ir a buscarlo allí, pero no tengo idea de cómo subir a un micro. Siempre dependí de Fernando para todo, y la subordinación a la que estuve atada durante tantos diciembres me ha hundido en esta brutalidad estructural que me avergüenza. ¿Estará tal vez abrazando a Marcela? ¿Cómo saberlo?

Crucé la calle y me senté en un banquito del Parque Sarmiento, donde la luz me diera de lleno. Pero es inútil. Es luz artificial, no solar. Y la vida al amparo de los faroles es una vida ilusoria. Hacia mi izquierda un niño revuelve la basura buscando restos de comida en un container. A mi derecha una jauría hambrienta acecha al pequeño esperando que finalice su tarea para ir sobre los restos. ¡Qué triste está la ciudad bajo este manto de luto!

El cielo oscuro se comienza a poblar de nubes negras. En minutos lloverá. Mala suerte la mía. En otros tiempos había que orarle a todos los santos para que cayeran unas pocas gotas, y ahora cada noche era una amenaza de diluvio. Inconscientemente atiné a cubrirme con mis manos levantando mi abrigo, tal como lo hacía Fernando en medio de las peores tormentas veraniegas, pero enseguida recordé que la lluvia no me afectaba.

Triste destino el mío y el de las de mi especie. Obligadas a depender de otro ser, a obedecer sus caprichos sin chistar, sin esbozar siquiera una reacción en contra de su voluntad. Forzadas a levantar una mano si nuestro compañero lo hace, a correr si lo ordena; a amar, sin que podamos gozarlo; a callar, aunque nos toque en suerte el más verborrágico de los mortales.

Camino sin saber donde en medio de la lluvia. He llegado a una triste conclusión. Soy la única de mi estirpe que ha sobrevivido al cataclismo. Ése que se desató el 12 de diciembre. Ése que comenzó con un tenue ronroneo, como si millones de hormigas pasaran destrozando hojas a su paso. El zumbido fue seguido de densos nubarrones negros, las mismas nubes que me abrigan en esta penumbra perpetua. Una densa capa de algodón azabache pobló el cielo y nunca más se retiró. Las nubes de lluvia se forman bajo este inmenso caparazón, vaya a saber bajo que procesos químicos, ya que el Sol, imprescindible para su nacimiento, ya no está entre nosotros. Al principio pareció eso, una tempestad estival de aquellas que vienen con granizo. Pero el correr de las horas mostró a todos que aquello era algo más. Las autoridades comenzaron a preocuparse sin saber muy bien que hacer. Serían esfuerzos estériles. Cuando la naturaleza reacciona no hay ser humano capaz de enfrentar su furia. Poco a poco los vegetales fueron languideciendo sin el sol que las alumbraba. Los animales comenzaron a partir de allí un peregrinar sin sentido buscando un destello salvador. Nada de eso sucedió.

        Mi propia esencia quedó desvirtuada por la falta del astro solar. ¿Qué es una sombra sin luz?. Nada, apenas una fosforescencia insignificante a la que nadie presta atención. Me mantendré con vida mientras la iluminación artificial subsista, pero mi existencia tampoco tiene sentido sin el hombre al que acompañé toda la vida. Ahora caigo en la cuenta que Fernando habrá muerto, ya que no me encuentro a su lado. O se habrá hundido en una oscuridad absoluta, esperando la muerte que lo alcanzará, como a todos. En este infierno no hay lugar para la esperanza, todo está teñido de carbón. Y yo me iré apagando lentamente, como mis pares que ya desaparecieron, porque yo también llevo la oscuridad en mi ser, y mi lobreguez no se lleva bien con la tiniebla que nos envuelve.

martes, 11 de octubre de 2011

ME GUSTABA LA LUNA DE SETIEMBRE


Desde niño me gustaba la luna de setiembre. Parece una locura, pero en mi entendimiento creía que era más límpida, más acogedora, más mía. Con mi hermano Ernesto nos quedábamos mirándola extasiados, imaginando un mundo paralelo en su superficie. Nos sentíamos unos Barbicane y Maston que soñaban en un futuro lejano llegar a la Luna. Hasta que papá aparecía con el cinto en la mano y el sueño espacial se terminaba bruscamente. Eso sí, dejábamos la ventana abierta para que el reflejo del satélite inundara nuestra habitación. Don Leocadio, le estoy hablando de los años ’20 más o menos, así que todo aquello parecía una quimera.

Conocí los deleites de la carne a mis diecisiete años, también bajo la luna de setiembre. La dama en cuestión se llamaba Virginia Fernández, la hija del almacenero del pueblo. A decir verdad no fue difícil llevarla a los yuyos, es más, fue groseramente fácil. La cuestión es que terminamos cosechando el beso que crece en la penumbra en la espinosa finca de Roby, llevándonos como recuerdo de aquella noche de lujuria numerosas y diminutas colas de zorro. Si supiera Don Leocadio lo que era esa hembra. Alta, fornida, morena, tenía la fuerza de diez hombres y la predisposición venérea de un harén libanés completo.

Me casé tres años después. No Don Leocadio, no me casé con Virginia. Ella, en una inesperada maniobra evasiva, se fugó con un viajante de cigarrillos. Me terminé entreverando con Ester, la hermana menor, la menos agraciada. Buena mujer le diré. Gentil, servicial, sumisa pero escasamente dispuesta a mis embates venéreos. Nos casamos en setiembre, de noche, en la cancha de Andrade. No me hizo falta más que clavar mis ojos en los de mi flamante esposa para darme cuenta que a partir de ese momento viviría un letargo interminable, un aburrimiento titánico, una resignación invencible.

Dos hijas tuvimos, Elena y Marta. La mayor, soñadora como el padre y aletargada como la madre, acabó casándose con el gallego González, el panadero que repartía su mercadería en una camionetita Ford verde. A mi mujer mucho la relación no le gustaba. Cuando iban a ver la función en el cine Maruxa en Rivadavia lo hacían acompañados de mi vigilante mujer. Yo no los acompañaba. El cine no era lo mío. Los dejaba en la puerta y me iba a jugar un truquito al Mariano Moreno. Mi hija Elena soñaba con la luna como yo, pero terminó convirtiéndose en una adormecida gorda de 120 kilos, donadora de caricias espóradicas. Pobre mi yerno, destinado a portar mi misma cruz.

La Marta en cambio me salió bien puta, gracias a Dios, como su tía Virginia. Esa nació en setiembre, el 22. Era mi consentida, la regalona de papá. Y de todo el pueblo. Desde los 12 años mi mujer tenía que andar persiguiéndola, debido a su afición a explorar terrenos baldíos y cañaverales ariscos con nuestros atrevidos vecinos. A los 17 se escapó con Venancio Aguilera, el director de la escuela Gazcón, ante la tristeza de mi señora, y de la señora de Aguilera.

Me echaron de la bodega Guerrero en el ’65. Adujeron razones presupuestarias. Y que estaba viejo. Una mierda. En realidad el tipo lo que quería era cambiar la razón social. La cuestión es que quedé en la calle, y caí en una infinita tristeza, que con los años alcancé a conocer la dimensión de mi desolación: había caído en una enfermedad llamada depresión. Me quedaba las horas mirando la luna, fumando mis cigarros armados o tomándome un tinto. Confirmé mi tesis sobre el lejano satélite: la luna de setiembre no era como la de enero, o la de marzo, o la de agosto. La luna de setiembre invitaba a soñar, llamaba a reflexionar, convidaba a recordar.

La depresión me duró unos 2 años, tiempo exacto en el que conseguí trabajo en Gargantini. Allí nos mudamos con Ester, prologando aún más en el tiempo nuestra inapetente pasión. Me armé una hamaca entre las ramas de dos olivos y ahí me sentaba por la noches a mirar la luna, a veces siolo, a veces con mi nieto Raulito, el hijo de Elena, que salió con los mismos arranques melancólicos de su abuelo. Esos momentos con mi nieto fueron los más felices de mi vida, aliviado al fin de volver a encontrar a alguien que disfrutara conmigo de mis delirios.

Me gustaba la luna de setiembre. Mi mirada estaba siempre dirigida al cielo. Sé que le puede parecer raro. A usted se lo ve mucho más atado a la tierra, más lógico, más cerebral. Por eso me río tanto don Leocadio. Por la ironía de la vida. A mi, que me gustaba tanto observar el firmamento me tocó caer boca abajo en esta fosa, descoyuntado por el bruto del sepulturero. Usted, tan aferrado a los asunto terrenales, terminó con la mirada hacia arriba, buscando las estrellas que nunca verá por las capas de tierra que nos cubren. En esa paradoja nos encontramos, con mi rodilla clavándose entre sus costillas, esperando el instante en el que se acabe todo, cuando el sepulturero se digne a terminar con esta agonía y nos cubra para siempre con cal viva.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Araceli


No sabés lo que sentí cuando me enteré que Araceli González vendría de visitar a San Martín. La perfumería que la traía contrató publicidad callejera y con mis compañeros nos enteramos a través del pregón de un Renault 12. Mis compañeros estaban alterados, como cualquier adolescente pero para mí era mucho más que un símbolo sexual. Me creía enamorado de la mina. Estábamos en 4º año, creo, y ella hacía La Banda del Golden Rocket. El programa era una pedorrada, y la verdad es que Adrián Suar, Diego Torres y Fabián Vena me importaban un carajo. Solo ella me importaba ella. Grabé con mi videocasetera la escena en la que ella llega al casamiento de Adrián Suar y se pone contra la ventana, y la veía una y otra vez, una y otra vez. Ya sé lo que estás pensando, lo veo en tu sonrisa. Pero lamento decepcionarte. Nunca le dediqué ninguna manuela. Para mí ella representaba la pureza, la belleza sin mácula, el amor en estado virgen.

El desfile se haría en el San Vicente, organizado por la promoción ’91, con la intención de recaudar fondos para el viaje de egresados a Villa Carlos Paz. La fecha: 22 de setiembre. Adrián Páez tenía un filo en esa escuela, y así conseguimos entradas para el evento. Cuando nos lo contó yo estaba feliz, inmensamente feliz. Me ligué las cargadas de mis compañeros, pero no des di pelota. La emoción de tenerla a metros me hacía respirar más aceleradamente, y soñaba despierto con una huída de novela con el objeto de mi sentimiento juvenil.

Quedamos en juntarnos en la plaza San Martín, para ir en grupo. Ahí estábamos. Adrián, el fachero; el gordo García, el bromista de curso; el Caña Maranesi, el más serio. Y yo, el más enamorado. Ellos se tomaban el evento como una aventura, principio de conquistas del momento. Para mí era la oportunidad de tener a mi amor imposible frente a mis ojos, al alcance de mis manos. Caminamos por la 9 de Julio y después por 25 de Mayo. Yo estaba en otro mundo, imaginando como sería ese instante. Al pasar Bailén ya se alcanzaba a ver la gente en las inmediaciones del Colegio. Mucha gente, demasiada para un encuentro amoroso, pensaba. Cobrando entrada estaba la novia de Adrián. Tuvimos que bancarlo un buen rato mientras la envolvía en abrazos y le susurraba en el oído vaya a saber cuantas indecencias. Adrián en el amor era un asesino serial. Pasados unos cinco minutos se acercaron a nosotros. Mariana, así se llamaba la compañera de Adrián le habló a un precioso terceto de mujeres, y juntas vinieron a nosotros. La que me tocó en suerte era una caderona morocha. Su nombre no está lejos de Lucía o Luciana. Vivía por Chapanay. La verdad que mucho no me importaba. Solo quería que el desfile comenzara pronto.

La gente empezó a llenar el patio interno de la escuela. Alumnos, padres y directivos. Padres y madres. Hasta el intendente estaba. Parecía como si San Martín entero se hubiera movilizado a ver a la estrella que visitaba la ciudad. O al menos eso me pareció. Adrián cuchicheaba con su Mariana y me miraba. Me pareció que sonreían. Me sentí incómodo al sentirme observado. De pronto Mariana se acercó a mí y me dijo:
-                           Quedate cerca del escenario. Tengo una sorpresa para vos.
Le agradecí, aunque no sabía qué corno le estaba agradeciendo. Como me pidió la novia de Adrián me senté en la primera fila, en el último asiento, al lado de una madre que me hizo sentir náuseas por el perfume con el que se había bañado. Se apagaron las luces, subió la música, apareció el locutor y comenzó el desfile.

Abrieron el show niñas de entre 5 y 12 años, luciendo ropa infantil. Fue un largo y tedioso comienzo, por lo menos para mí, que no había ido a ver niños precisamente. El segundo plato, podríamos llamarlo así, fueron los modelos masculinos. Ahí me divertí un poco más. Las más zafadas de las alumnas del colegio dirigían miradas teledirigidas a los andróginos prototipos, las damas de sociedad simulaban el interés por los gallardos jóvenes y nuestro grupo lanzaba los más ordinarios improperios. El gordo García disfrazaba su voz para extremarse aún más en las barbaridades expresadas. El gordo siempre fue así, nunca tuvo vergüenza.

Hasta que al final se adueñaron de la pasarela las modelos femeninas. Flacas, casi escuálidas, muchas representaban el patrón de belleza de los ’90. Algunas alumnas del San Vicente, algunas de la Escuela de Modelos de San Martín, algunas, ninguna, todas… Hasta que ella apareció. Esbelta, fresca, radiante, iluminada, frutal, me faltaban adjetivos para definirla. Tantas mañana viendo el poster de la 13/20 al levantarme, para ahora observarla a escasos metros de distancia. En la primera pasada desfiló con ropa informal. Un jean gastado, remera blanca, y una camisa desprendida a cuadros turquesa.  La segunda pasada fue con un vestido de noche, azul francia. En esos menesteres admirativos me encontraba cuando se me acercaron Adrián y Mariana. Adrián me encajó un ramo de rosas en las manos y me dijo al oído:
-                           Tomá gil, en el cierre se lo das en la mano. Y ojo con lo que hacés- finalizó riendo.
En la manos… ¿sería capaz de acercarse sin caerse del escenario?. A partir de allí el desfile se transformó en un ir y venir de figuras, marionetas de la moda, arlequines de la nada. Sólo esperaba el breve y adorado instante en el que colocara el ramos en sus manos. ¿Me correspondería con un beso, una sonrisa?

Los acordes de Cream de Prince anunciaron el cierre del desfile. Uno a uno fueron pasando hombre y mujeres, vestidos con ropas que no eran de ellos. Pensaba en lo ridículo de estas fiestas, en las que los espectadores admiraban cuerpos y atavíos ajenos, aún comprendiendo que solo eran quimeras que nunca alcanzarían. Como mi fantasía de amor con Araceli.

Araceli avanzó por la pasarela. Era el momento. Yo temblaba, mis manos estaban mojadas de sudor, mis ojos se clavaron en ella. Se paró frente al público, y cuando arreciaban los aplausos Adrián me empujó hacia el escenario.

-                           Ahora. Dáselo ahora-.
Subí por la estrecha escalera. Lo que sigue todavía me avergüenza, y cada vez que me encuentro con el hijo de puta de Adrián me lo recuerda cagándose de la risa de mí. Me aproximé a ella y le di el ramo. Y sucedió algo que no estaba en mis cálculos. Me miró fijamente, como ninguna mujer me había mirado hasta ese momento, colocó su brazo sobre mi hombro derecho y despacito, susurrándome al oído, dulcemente me dijo:
-                           Nene, subite el cierre que tenés la bragueta abierta.
Me bajé del escenario lentamente pero decidido. Gané la calle de un saque, fui hasta la parada subiéndome la cremallera en el camino. Al llegar a casa bajé el poster de Araceli y su mirada soñadora. En su lugar colgué el del River de Passarella. Creo que ese día maduré.

jueves, 15 de septiembre de 2011

LA CASA DÍAZ

Guillermo Martínez está feliz con la transacción realizada. Adquirió la Casa Díaz en un precio casi irrisorio. La vieja mansión decimonónica de estilo inglés se encontraba en manos del estado y la Municipalidad de Rivadavia creyó más viable vender la propiedad que restaurarla. Es que verdaderamente estaba muy deteriorada.  Su fachada se hallaba cubierta de un tinte negruzco, producto de la humedad. De los frisos que rodeaban la puerta quedaban muy pocas huellas, sobreviviendo estoicamente el nombre de la mansión. Casa Díaz rezaba la leyenda en letras neogóticas colocada en el umbral. El techo de media agua estaba carcomido por el óxido y la mierda de paloma. La puerta se encontraba descascarada y con unos enormes agujeros. La cerradura había sido literalemente volada. La mansión requería una reparación total y se dispuso a comenzar la obra inmediatamente. Ese día lo destinó a comprar pintura, chapas nuevas, madera y machimbres, y a ordenar la fabricación de nuevas rejas que reemplazaran a las herrumbadas que tenía la casa. Realizó esta tarea con pasión, la que en raras oportunidades había tenido en su vida.

En verdad no tuvo mucho apoyo en su utopía reconstructiva. Su familia puso el grito en el cielo frente al febril gasto del hijo solterón. Sus amigos creyeron que había enloquecido. Su asesor financiero trató de disuadirlo de que concretara el negocio y pusiera en peligro el capital adquirido como empresario de la noche del Este. Nada de esto le importó a Guillermo. Pasó todo el día en la casa, junto a un arquitecto y su equipo, quienes lo tranquilizaron al explicarle que, a pesar de las dificultades derivadas del deterioro del edificio, era posible alcanzar el ideal pergeñado por Martínez. Trabajó a destajo y al final decidió pasar la noche en la casa, en un colchón pelado.

Colocó el jergón en una habitación del piso de arriba, cerca de la ventana. La dejó abierta, ya que hacía calor. Era una bella noche de octubre y la luna daba de lleno sobre la ventana y la cara de Martínez. Recordó como principió su empresa. Evocó el costo económico que conllevó el boliche. Rememoró las visiones apocalípticas de su familia zumbando en sus oídos: no va a funcionar. Estás tirando la plata. Se te va a llenar de borrachos y drogadictos. Estudiá y dejate de joder. En verdad era más costoso cargar con sus parientes que restaurar la decrépita casona. Pensando en esto sus ojos de a poco se fueron cerrando y cayó en el sueño, arrullado por los sonidos de las lechuzas, de los sapos, de los grillos. Durmió plácidamente una media hora, más un ruido en la planta baja lo sobresaltó.

Bajó por la escalera, prendió las luces. Había sido una buena idea pedir la reconección del servicio, ya que la casa era muy oscura. Examinó el amplio salón esperando encontrar algún intruso, pero allí no había nadie. Las únicas miradas que caían sobre él eran las de los Díaz, en uno de esos cuadros antiguos donde los participantes de la foto aparecían vestidos para la ocasión, y con una expresión cicunspecta dibujada en su rostro. Martínez no recordaba haberlo visto el día anterior, pero seguramente este detalle se le habría escabullido debido a la ansiedad de la mudanza y la fruición del trabajo realizado.

Volvió a la que había elegido como su alcoba, un depósito de trastos de los que se deshacería al día siguiente. Volvió a dormir. Volvió a soñar. Soñó que estaba en la casa paterna, en Andrade. Soñó estar viendo Carlitos Balá en la tele, tomando la leche. Soñó con la abuela Elvira yendo y viniendo por la cocina. Soñó con el sonido de la pava silbadora. Despertó alarmado. Ya no era parte del sueño. Realmente en la cocina sonaba una pava hirviendo. Bajó, ahora con más prisa y entró a la que fuera cocina de los Díaz. Se quedó absorto, mirando el panorama. Sobre la cocina estaba la pava, todavía humeando. No solo eso. Sobre la mesa de madera que se había encontrado al llegar, estaba puesto un mantel de hule, con figuras de jazmines y flores. Ollas y vasos esperaban ser lavados sobre la mesada. Un almanaque imposible decía que era el año 1978. La casa parecía vivir, aunque detenida en el tiempo.

Pasó al comedor, para ser ahora preso de una sorpresa y un terror indecibles. Al entrar a la sala los cuadros volaron para colocarse solos en la pared. El polvo de los muebles que encontró corroídos por el abandono se disipó, para encontrarse con la pana, el roble y el pino relucientes. La lámpara central ahora era una araña gigantesca, que iluminaba el cuarto con un resplandor blanquecino. Martínez se quedó en el umbral. Sus ojos no daban crédito al espectáculo que estaba viendo.

Entró nuevamente a la cocina. ¿Qué hacer en ese instante?. ¿Entrar de nuevo al comedor renacido?. ¿Volver rápidamente a su habitación, a internarse nuevamente en un sueño que lo hiciera olvidar de esta pesadilla?. ¿Quedarse en la cocina, hasta que este horror terminara?. Recapituló sus recuerdos de niño, cuando se corría el rumor de que la casa estaba embrujada. Arielito decía que allí vivía un viejito, que se quedaba con las pelotas que los niños arrojaban sin querer al patio, después de un puntapié demasiado vehemente. Pero despúes ese miedo había desaparecido, y la ambición por quedarse con el inmueble hizo que se disiparan sus últimos espantos. Ahora comprendía el bajo precio que el agente inmobiliario había colocado a un edificio viejo, sí, pero de un gran valor arquitectónico.

Inspiró aire para envalentonarse y encontrarse con lo inesperado. Ingresó en el comedor y se quedó en un rincón, detrás de las cortinas de raso de color marfil. En el sofá y en los sillones se hallaban apostados un hombre de unos cuarenta y cinco años, que parecía ser el padre de familia y que hablaba por teléfono nerviosamente. Una mujer, un poco más joven, entrada en años pero bella todavía que lloraba en el hombro de una anciana de rostro demacrado.
-                           No está en lo de tu hermana tampoco- decía el hombre.
-                           Ernesto, por favor, sacá el auto y salí a buscarla. A lo mejor está en lo de la amiga esa que tiene en San Martín.
-                           ¿Vos sos loca?. ¿No sabés que después de las nueve de la noche no se puede salir a la calle?. ¿Tenés el teléfono de esa chica?-
-                           No, vos sabés como es tu hija, que no le gusta que la molesten cuando está con las amigas. Pero si está ahí ¿por qué no avisa?-
-                           Por qué desde que va a la facultad hace lo que se le canta el culo, por eso-.
En ese momento entra en la sala una joven de unos veinte años. Es hermosa. Alta, esbelta, su pelo negro cae sobre sus hombros. Sus ojos negros se ven aún más intrigantes delineados. Viste una camisola blanca y una falda floreada. Al entrar es recibida por su familia con abrazos y llantos. Se llama Teresa.

-                           Me están siguiendo, quieren llevarme como se llevaron a Mariela. Los perdí doblando la esquina de Alem y Fausto Arenas.-
-                           ¿Quiénes te quieren llevar?-. preguntó la abuela.
-                           La policía abuela. Mariela se reunía todos los sábados con unos chicos peronistas, y uno de ellos la mandó al frente. Se la llevaron y como yo estaba en su casa creyeron que era del grupo. Papá, hablá con tus amigos gansos, acá hay un error-.

Martínez continuaba observando la escena, pero en su torpeza golpea con su mano derecha y un jarrón cae estrepitosamente al piso.

-                           ¿Y usted quién es?-. le preguntó Ernesto Díaz, poniéndose en guardia ante el intruso.
Martínez iba a comenzar a ensayar alguna excusa, o a contar la verdad de una manera que fuera comprensible para esta familia de los ’70, y para el mismo, sin saber muy bien si el era el ajeno en ese tiempo o lo serían ellos. Iba a comenzar a hablar cuando se escucharon golpes en la puerta, y seguidamente disparos contra la puerta de la mansión.

Al día siguiente los pintores llegaron puntualmente a las nueve de la mañana. No encontraron al dueño de la casa. Tampoco en los días subsiguientes. Cuando la ausencia se hizo demasiado notoria sus familiares y amigos denunciaron la desaparición del empresario de la noche. Lo único que encontraron en el lugar fue su celular, extrañamente deteriorado, como si hubiera estado allí durante años, y una medalla de la escuela Casa de María con la inscripción “promoción 1977”.

viernes, 9 de septiembre de 2011

LOS HEXÁGONOS INFERNALES



Adolfo lleva varias lunas viviendo en el Barrio San Pedro. Arribó al complejo habitacional de intrincado diseño una tarde de noviembre, convocado por las sinuosas caderas de Rosario Sacristán, la hija del carnicero. La ingrata fémina lo envolvió en una maraña de besos y nomeolvides una noche en un bailongo de Giagnoni, y el pobre escribano Aranda cayó rendido ante las faldas de Rosario. Su celular no tenía señal, y por más que caminara y caminara no encontraba ningún ciber para enviar un mail. Golpeó la puerta en la casa 4 de la manzana B, pero, ante el desconcierto de Aranda, apareció en el umbral una anciana en batón y chancletas.
-                           Buenas señora. ¿Está Rosario?- preguntó tímidamente Adolfo.
-                           ¿Qué Rosario?. ¡Acá no vive ninguna Rosario! ¡Váyase por donde vino o llamo a la policía!- contestó la mujer arrojando una piedra que por poco no golpeó la cabeza del enamorado

Así anduvo deambulando por las calles del barrio, dando vueltas en redondo, o mejor dicho, en hexágonos equiláteros. Se proponía dar vuelta a la manzana con el propósito de llegar al mismo punto de donde había partido, pero de pronto se encontraba con un baldío que antes no había visto, un kiosko sorpresivo o un árbol desconocido. En medio de su turbación acertó a pasar por allí una joven y bella lugareña. La abordó y le preguntó tan solemnemente como su trabajo de amanuense lo exigía:
-                           Buenas tardes señorita. Quisiera hacerle un par de preguntas-
-                           Empezó mal caballero. Me dijo buenas tardes y recién son las 10 de la mañana- contestó la mujer.
La confusión aumentó. En este barrio del demonio no solo uno se pierde en sus calles que no terminan y no empiezan nunca, sino que también las coordenadas temporales estaban fuera de lugar. Aranda juraba haber salido de su casa de calle Viamonte a las 4 y media de la tarde, y ahora se encontraba a las 10 en el San Pedro. En unos segundos volvió de sus cavilaciones de viajero extraviado y continuó la conversación:
-                           Usted verá. Me avergüenza decirlo pero me encuentro perdido en este barrio al que no había venido nunca. Busco a Rosario Sacristán. ¿La conoce usted?-
-                           No se avergüence porque yo también llegué hace cuatro años detrás de un hombre de palabra fácil, pero al llegar aquí le perdí el rastro. No conozco a su chica. En realidad le confieso que es inútil conocer a alguien aquí. En unos minutos uno se olvida de las personas que encuentra por estas calles. ¿Su nombre?-
-                           Aranda, Adolfo Aranda.
-                           Mire Aranda. Permítame hacerle una sugerencia. Trate de salir de aquí antes de que caiga el sol, si es que quiere volver. Acompáñeme a casa. Le daré una madeja de lana. Extiéndalo siempre mirando hacia el este. No se si podrá irse, pero por lo menos volverá al punto de partida. Mi nombre es Ariadna. Que tenga suerte-

Aranda lo hizo. Desplegó la madeja hacia el este, más al volver atrás para encontrar la otra punta descubrió que la lana no tenía fin. Parecía haberse multiplicado al doble, o al triple de su longitud normal. Ya al borde de la desesperación se acercó a un vendedor de películas piratas, que estaba apostado en la vereda de una mercería.
-                           Jefe, por favor. Dígame como carajo salgo de este laberinto de mierda- le gritó en la cara Aranda, perdiendo toda su compostura, al comerciante.
Sonriendo le contestó:
-                           Maestro, si lo supiera ya no estaría aquí. Acá como me ve soy médico cardiólogo. Tenía un consultorio, familia y un buen trabajo en una empresa de medicina privada para incrementar mis ingresos. Pero un día vine a cubrir una emergencia y me quedé sin poder salir. Ni yo ni el chofer de la ambulancia. Es el verdulero de la otra cuadra.-
-                           ¿Y por qué no ejerce su profesión en el barrio?-
-                           ¿Usted me está cargando? ¿Quién se atendería con un médico sin título?. Además nadie localizaría mi consultorio. Aquí nadie localiza a nadie.-
-                           ¿Conoce a Rosario Sacristán?. ¿Cómo la puedo hallar?-
-                           Vaya acostumbrándose amigo. Aquí solo puede encontrarse con su propia soledad. Si le sirve de algo en esa casa de rejas negras vive doña Cecilia, la bruja del barrio. Quién le dice que a través de ella pueda hacer un pacto con el diablo que lo saque de acá. Yo ya tengo mi negocio próspero y hasta le estoy tomando cariño a este andurrial ¿No me va a comprar nada?

Aranda no compró nada. Cruzó la calle y golpeó a la puerta de la hechicera. Le abrió una mujer a la que los años habían alcanzado en su camino a la vejez, pero que aún conservaba un brillo juvenil en sus ojos de lince.

-                           Pase amigo, lo estaba esperando.- le dijo a Aranda la enigmática sibila.
-                           ¿Usted me conoce?- inquirió el extrañado escribano.
-                           Yo no. Lo que se es que usted busca salir del barrio. La desolación se dibuja en su rostro.-
-                           ¿Conoce usted a Rosario Sacristán, la hija del carnicero?.-
-                           No conozco ningún carnicero. Hace años que renuncié a comer carne al no encontrar un establecimiento de esas características. Pero vamos a lo nuestro. Usted necesita un guía, alguien que lo oriente en medio de su azoramiento. Lea esto en voz alta-.

La nigromántica le alcanzó a Aranda un papel doblado. El lugar era horrendo, lleno de crucifijos e imágenes de San La Muerte, de Gauchito Gil e ídolos africanos. Comenzó a leer unas palabras en latín, una alabanza al señor de las tinieblas y un nombre que debía presentarse ante él: Astaroth.

Astaroth es el "gran duque del Infierno", de la primera jerarquía demoníaca, en la que también pertenece Belcebú y Lucifer.
Es un demonio de primera jerarquía que seduce por medio de la pereza, la vanidad, filosofías racionalistas de ver el mundo y su adversario es San Bartolomé, que puede proteger contra él porque venció las tentaciones de Astaroth. Inspira a los matemáticos, artesanos, pintores y otros artistas liberales, puede volver invisibles a los hombres, puede conducir a los hombres a tesoros escondidos que han sido enterrados por hechizos de magos y contesta a cualquier pregunta que se le formule en forma de letras y números en multitud de lenguas.

Adolfo Aranda estaba imbuido en su letanía infernal cuando golpearon la puerta. Cecilia abrió y apareció en el comedor un alto y apuesto caballero. Vestía un traje azul cruzado, zapatos de gamuza, y un trabajado peinado a la gomina que aplastaba los cabellos rubios del recién llegado. Sus ojos celestes conducían a los secretos más insondables.
-                           Usted me llamó. ¿Qué necesita?- preguntó Astaroth a su atónito interlocutor.

Aranda contó otra vez, una vez más su repetida de historia. Habló de la inalcanzable Rosario Sacristán, de su deambular por las calles del San Pedro y de su intención por volver a casa.
-                           ¿A casa?- preguntó con curiosidad maliciosa el demonio. –Lo que me pide en imposible-.
-                           ¿Por qué me dice eso?.Esta mujer me dije que acudiera a usted, que podría sacarme de este laberinto atroz.
-                           Volver a su casa es imposible amigo, porque esta es su casa-.
-                           ¿Qué dice?. Exijo hablar con su jefe. Quiero ver ya a Satanás-, dijo Aranda tomando por la solapa a Astaroth.
-                           Me temo que eso también está fuera de mi alcance señor. Usted no puede ver a Satanás porque Satanás es usted-.
Astaroth desapareció. Aranda se fue de aquel lugar. Afuera lo esperaba un laberinto eterno, una colección de senderos y pasadizos donde ya estaba condenado a vivir eternamente, con una nueva identidad, y con una misión de la cual en ese momento comenzaba a comprender. Ya no le preocupaba encontrar a Rosario Sacristán. Solo quería encontrarse a sí mismo.