Me persiguen. No se quién pero lo hacen. Siento una mano negra sobre cada una de mis acciones, un titiritero invisible que ordena y desordena mi vida. Esta mañana, al levantarme para ir a la fábrica no había nadie en casa. Me resultó extraña la ausencia masiva de mi mujer, de mis hijas. Ni siquiera la abuela, casi un mueble del comedor, estaba apoltronada en su rincón. Me lavé la cara y no me quedó otra que desayunar solo. Sentí un golpe seco contra la puerta. Abrí. Era el repartidor del diario. Tengo una maldita costumbre heredada de mi viejo: arranco la lectura del matutino leyendo las fúnebres. Casi me ahogo con el café con leche caliente cuando leí mi nombre en el obituario. Luego medité la peregrina posibilidad de que existiera en toda la provincia otro Pedro Avellaneda. Creí recordar unos parientes en Tunuyán, los Avellaneda ricos de los que hablaba papá. Pero el velatorio era en Alarcón. Seguí leyendo; “su esposa Marisa” (una infausta coincidencia seguramente), “sus hijos Sebastián, Cristian y Marcela” (ya no puede ser posible tanta casualidad), y ”su abuela Teresa (ya no quedaban dudas, se trataba de mi familia), “participan con profundo dolor de su fallecimiento e invitan al sepelio a realizar mañana 3 de noviembre a las 12 horas en el Cementerio El Moyano”. ¿Mi sepelio? ¿Cómo enterrarme si no estoy muerto?. La prueba más fehaciente de ello era ese café con leche, esas tostadas con manteca que desaparecían en mi boca, la aprensión del diario en mis manos de carne firme… No, no es posible. Debía ir a la cochería para alertarlos del error, estarían velando a un desconocido mientras que yo descansaba plácidamente en mi colchón.
Llegué a la sala fúnebre, pero no encontré a nadie. No había velorio, no había muerto, no había deudos. No pregunté nada al cuidador, porque si no me creería un enajenado. ¿Estoy muerto? ¿Me velan hoy? no parecen dos enunciados muy lógicos. Volvía con mil contradicciones a casa. Abrí la puerta y todo estaba como siempre. La misma frialdad en el beso de mi mujer, la misma indiferencia de mis hijos, la misma demencia senil de la abuela.
- ¿Qué hacés acá? ¿No deberías estar trabajando vos?- así me recibió mi señora, siempre tan agradable.
- Leí en el diario que había muerto un Pedro Avellaneda, fui hasta la cochería pero no había nadie- le contesté con algo de temor por la reacción de Lucía.
- ¿Qué? ¿Desayunaste con cerveza vos?. Andá a trabajar, mirá si encima que tenés un trabajo de mierda te echan-.
Me fui pensando en el carácter de mi mujer, cada día más agrio, y partí hacia mi triste trabajo en el archivo municipal, pensando si todo esto no sería un chiste de mal gusto de Amieva. Podría ser, pero: ¿y el diario?. El aviso fúnebre era una prueba incontrastable de mi muerte. Si esto era el infierno es mucho peor de lo que imaginaba en mi infancia.
Llegué preocupado al trabajo. En mis 18 años en la Municipalidad nunca había llegado tarde. Pasé directamente a mi despacho, ya habría tiempo de marcar tarjeta. Pero al querer ingresar me detuvo la mano firme de Graciela, la secretaria del intendente.
- Disculpe señor pero para pasar a esa oficina debe ser empleado de la Municipalidad- me espetó en la cara, seria como nunca.
- Graciela, soy yo, Pedro Avellaneda. Compras y Suministros-
- Nunca lo vi en mi vida, haga el favor de esperar afuera si no quiere que lo haga sacar a la fuerza- agregó resuelta.
Me fui para evitar problemas. Pobre Graciela, debe tener algún trastorno de memoria. ¿O es que realmente no me conocía?. No hay inquietud mayor que no estar seguro de quien es uno. Nacemos con una personalidad, nos otorgan un nombre que llevamos con nosotros por siempre, y cuando alguien cuestiona esta aparente verdad nos deja desnudos, indefensos ante el mundo, que parece seguir girando sin percatarse de nuestra ínfima existencia.
Otra desagradable sorpresa me deparaba mi esquivo destino. Volví a casa, intenté introducir mi llave en la cerradura pero no correspondían en absoluto la concavidad de una y la convexidad de la otra. La retiré y traté de abrir nuevamente la puerta, pero fue inútil. Toqué el timbre de mi propia casa, pero la que salió no fue Marisa, si no una mujer desconocida, con un niño de unos dos años en sus brazos.
- ¿Sí? ¿Qué desea?- me dijo la mujer.
- Entrar a mi casa- le respondí aturdido.
- Cuando la encuentre va a poder hacerlo. Buenas tardes- dijo, y me cerró la puerta en la cara.
Y es así como comencé a vagar sin derrotero por la ciudad, sin saber dónde ir, ya que nadie parecía conocerme. Mis amigos no saben quién soy, mis compañeros de trabajo me tratan como a un ciudadano más. Hasta que hace unos minutos, en medio de mi desasosiego miré al cielo y comprendí todo. En un claro entre las nubes vi, nítido y omnipotente, el rostro que se me aparecía en sueños y que, al despertar tenía nombre y apellido. A mi alrededor comenzó a borrarse todo mágicamente, primero los árboles, luego las casas, pronto también los rostros y los cuerpos de las transeúntes presentes en ese momento en la Avenida Mitre. Se desdibujaban como la tinta mojada. Uno a uno iban desapareciendo hasta quedar inserto en la nada absoluta. Volví nuevamente mi vista hacia el firmamento. El semblante de mi verdadero padre, del Jorge Zalazar de mis pesadillas, se mantenía impertérrito, puesta su mirada fija en mí, con apariencia de haber cumplido su misión, y su dedo asesino sobre la tecla DELETE de la computadora.