De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido derrotados. Muertos los dioses ha muerto el tiempo. Muertos los hombres la ciudad ha muerto
Eduardo Galeano
Sergio Mendoza es un prestigioso cirujano que trabajó durante nueve años en el Hospital Italiano. Obtuvo su título con promedio altísimo en la UNC y por esa causa fue elegido para participar del equipo médico del Doctor Fernández, el prestigioso cardiólogo. La fama y el renombre están al alcance de sus manos pero Sergio busca algo más. Su altruismo es su mayor tesoro. Servir a los más necesitados, aquellos que no gozan del beneficio de una obra social, aquellos abandonados a la buena de Dios, esa es su aspiración, su más caro anhelo. Pudo tenerlo todo en la ciudad, pero siente como muchos el llamado de la tierra, la misma tierra que Eustaquio Rivera en La Vorágine llamó la devoradora de hombres. Es así que pidió hace tres meses su traslado al interior de la provincia y ha llegado el ansiado destino, un pequeño paraje del departamento de Rivadavia llamado Andrade, así lo explicita la circular del Ministerio de Salud.
Apenas arriba al pueblo se dedica a conseguir una vivienda. Le ofrecen la casa que está al lado de la Sala de Primeros Auxilios, pero no es de su entero gusto. Él quiere más bien algo alejado, la referencia al río Tunuyán llama su atención. Busca, pregunta, indaga, hasta que finalmente consigue lo que desea, una casa a la vera del río. La casa en cuestión no es más que una vieja estructura de adobes, techo de paja, con, eso si, grandes ambientes. Para él eso es suficiente motivo de atracción, porque su departamento de la ciudad era muy pequeño, sin contar con que era compartido con otros dos amigos. A Sergio le encanta que la casa esté a la vera del río y esté rodeada de eucaliptos frondosos, que yerguen su sombra sobre los techos de su morada. Y el suave aroma de la tierra mojada por el agua y de la jarilla. Un inmenso jarillal se extiende por espacio de un kilómetro desde la casa de Sergio en dirección al este, lo que para el galeno actúa como un elemento paradisíaco. Sin dudas éste, éste y no otro es su lugar en el mundo.
Por la mañana trabaja en la Sala. El primer día comprueba lo que alcanzó a vislumbrar en cuanto llegó. Mujeres en harapos y con olor a suciedad, niñas de doce o trece años embarazadas y con paternidades dudosas, niños con los mocos colgando y las greñas revueltas. Por la tarde se dedica a reformar su casa. Refuerza los palos en los que se sostiene el techo, limpia todos los rincones de plagas y alimañas, siembra para tener una pequeña huerta en el fondo y proveerse de tomates, zapallos, duraznos y damascos. Su labor tiene algo de impulso civilizador, el mismo que tuvo su abuelo llegado de Aragón y que a base de esfuerzo formó una familia en esta bendita tierra. Por la noche se relaja y disfruta de la lectura. García Márquez, Carpentier, Fuentes, Rulfo son sus cuatro compañeros preferidos. A eso de las doce de la noche se va a dormir, soñando con su sueño civilizador.
Las primeras noches fueron apacibles. La luz de la luna llena entraba por el gran ventanal y daba en la cara del doctor Mendoza. Las estrellas aquí en el campo se disfrutan el doble, se decía a si mismo. Pero en la cuarta noche algo cambió. Estaba leyendo en su reposera, con la paz que le daba aquel cielo estrellado cuando le pareció que algo andaba entre el jarillal. Las matas se movieron y al acercarse presuroso no encontró a nadie. Solo unas pisadas de pies descalzos, pies enormes, juzgó el doctor, pies curtidos y fuertes, se aventuró a interpretar. Parecía que Sergio no estaba solo en ese rincón del Tunuyán. La posibilidad de una compañía alteró los nervios del médico y esa noche le costó dormirse. Lo hizo, sí, pero se dormía y despertaba por intervalos muy cortos.
Al otro día estuvo pensando en el extraño hecho de la noche anterior. Consultó entre la gente del pueblo pero todos le dijeron lo mismo. Nadie más vivía por esa zona. Temió entonces que fueran salteadores que habían observado su estado de soledad, y por la tarde viajó hasta Rivadavia y compró un rifle. El día pasó muy rápido y llegó la noche. Se sentó en la galería de su casa esperando algún movimiento en el jarillal pero nada pasó. La única presencia por allí fue un grupo de sapos que se acercaron atraídos por la luz de la casa, para cazar insectos. Se acostó y el sueño llegó pronto a sus ojos pero otra vez un sonido proveniente de la orilla del río lo despertó. Era un crepitar de ramas y hojas ardiendo. Se asomó por la ventana que daba al jarillal y divisó un resplandor de fogatas. Rápidamente se vistió, tomó su arma recién adquirida y corrió hacia el lugar del fulgor. Pero nada halló. El silencio era el dueño de la comarca, solo interrumpido por el croar de sapos y ranas y el canto de los grillos.
El día siguiente era sábado. Al ser la primera semana de servicio no estaba de guardia, por lo que se abocó a trabajar en su casa. Apuntaló la pared este, la de la cocina, a la que le faltaba poco para venirse abajo. Podó la parra de uva francesa y desmalezó el fondo. Pero siempre con la vista fija en el jarillal. ¿Qué sorpresa tendría para él el fantástico paraje? Caviló unos instantes hasta que finalmente decidió acercarse y reparó en algo que en las sombras no había distinguido. Las pisadas se habían renovado y a su lado restos de una hoguera todavía humeante daban la inequívoca señal de que ya no estaba solo en ese paraje. Esa noche decidió no dormir.
Mendoza se acostó en su rústico catre, con el rifle a su costado, esperando vaya a saber qué. Estuvo atento durante una hora, dos, tres. Pero a eso de las tres y media de la mañana sus ojos se cerraron y durmió. Y soñó. En un lecho de esterillas se hallaba un indio, sudoroso y bañado en sangre. Una profunda herida de bala penetraba en su hombro izquierdo y emitía alaridos que estremecían su casa. Se vio a sí mismo vestido con una pesada manta de guanaco, atada en su cintura por una cuerda. Era llamado Cayé por aquellos pobres diablos que huían de estruendos procedentes del otro lado del río. El hombre tendido en el piso parecía ser alguien importante para ellos.
El doctor Mendoza despertó bruscamente. Pero parecía seguir dormido. Guanizuil, así se llamaba el aborigen de su sueño, estaba tendido en el piso de su casa, con la herida supurando y temblando de fiebre. En el cuarto se encontraban cuatro personas más y él, el doctor Sergio Mendoza, era ahora Cayé, el machi de la tribu, en el que estaban cifradas todas las esperanzas de su pueblo para sanar a su jefe. En el fuego hervía la preparación de barro líquido y retama con la que curaba a los heridos, de dónde había obtenido esa natural receta?. En qué libro de medicina lo había leído? En ninguno en realidad. Provenía de sus ancestros, que siempre fueron magos y curanderos, con una sabiduría que traspasaba generaciones y circunstancias. Aplicó la preparación sobre Guanizuil y oró. Oró a Chez, la luna y a Jelú, el sol. Oró al gran Hunuc-Huar, el Señor de todo lo creado, habitante eterno de la Montaña. Oró , oró y lloró, por Guanizuil, por el cacique Cautacalá, por su pueblo, que había escapado a las hordas araucanas, a los voraces quechuas, pero antes los hombres barbudos nada podían, con sus enormes animales y sus bocas de trueno. No podía quedarse allí dentro mientras sus hermanos daban la vida afuera. Y salió. Tomó su lanza y se irguió altivo, también era un gran guerrero. Afuera sus hermanos peleaban con los españoles en el jarillal, los nativos eran valerosos pero los encomenderos guiados por Pedro Corvalán tenían el fuego y los centauros. Avanzó en marcha alocada sobre Corvalán pero una certera bala penetró en su corazón. Cayó fulminado sobre la misma hoguera que había visto en la mañana. A su lado caían los demás, que preferían dar su vida a ser exterminados en la ominosa esclavitud de las minas de cobre chilenas. Ahora Sergio Mendoza, Cayé, era uno solo con la tierra.