La Hora

Junín, Mendoza

martes, 30 de noviembre de 2010

El Jarillal

De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido derrotados. Muertos los dioses ha muerto el tiempo. Muertos los hombres la ciudad ha muerto
Eduardo Galeano

Sergio Mendoza es un prestigioso cirujano que trabajó durante nueve años en el Hospital Italiano. Obtuvo su título con promedio altísimo en la UNC y por esa causa fue elegido para participar del equipo médico del Doctor Fernández, el prestigioso cardiólogo. La fama y el renombre están al alcance de sus manos pero Sergio busca algo más. Su altruismo es su mayor tesoro. Servir a los más necesitados, aquellos que no gozan del beneficio de una obra social, aquellos abandonados a la buena de Dios, esa es su aspiración, su más caro anhelo. Pudo tenerlo todo en la ciudad, pero siente como muchos el llamado de la tierra, la misma tierra que Eustaquio Rivera en La Vorágine llamó la devoradora de hombres. Es así que pidió hace tres meses su traslado al interior de la provincia y ha llegado el ansiado destino, un pequeño paraje del departamento de Rivadavia llamado Andrade, así lo explicita la circular del Ministerio de Salud.

Apenas arriba al pueblo se dedica a conseguir una vivienda. Le ofrecen la casa que está al lado de la Sala de Primeros Auxilios, pero no es de su entero gusto. Él quiere más bien algo alejado, la referencia al río Tunuyán llama su atención. Busca, pregunta, indaga, hasta que finalmente consigue lo que desea, una casa a la vera del río. La casa en cuestión no es más que una vieja estructura de adobes, techo de paja, con, eso si, grandes ambientes. Para él eso es suficiente motivo de atracción, porque su departamento de la ciudad era muy pequeño, sin contar con que era compartido con otros dos amigos. A Sergio le encanta que la casa esté a la vera del río y esté rodeada de eucaliptos frondosos, que yerguen su sombra sobre los techos de su morada. Y el suave aroma de la tierra mojada por el agua y de la jarilla. Un inmenso jarillal se extiende por espacio de un kilómetro desde la casa de Sergio en dirección al este, lo que para el galeno actúa como un elemento paradisíaco. Sin dudas éste, éste y no otro es su lugar en el mundo.

Por la mañana trabaja en la Sala. El primer día comprueba lo que alcanzó a vislumbrar en cuanto llegó. Mujeres en harapos y con olor a suciedad, niñas de doce o trece años embarazadas y con paternidades dudosas, niños con los mocos colgando y las greñas revueltas. Por la tarde se dedica a reformar su casa. Refuerza los palos en los que se sostiene el techo, limpia todos los rincones de plagas y alimañas, siembra para tener una pequeña huerta en el fondo y proveerse de tomates, zapallos, duraznos y damascos. Su labor tiene algo de impulso civilizador, el mismo que tuvo su abuelo llegado de Aragón y que a base de esfuerzo formó una familia en esta bendita tierra. Por la noche se relaja y disfruta de la lectura. García Márquez, Carpentier, Fuentes, Rulfo son sus cuatro compañeros preferidos. A eso de las doce de la noche se va a dormir, soñando con su sueño civilizador.

Las primeras noches fueron apacibles. La luz de la luna llena entraba por el gran ventanal y daba en la cara del doctor Mendoza. Las estrellas aquí en el campo se disfrutan el doble, se decía a si mismo. Pero en la cuarta noche algo cambió. Estaba leyendo en su reposera, con la paz que le daba aquel cielo estrellado cuando le pareció que algo andaba entre el jarillal. Las matas se movieron y al acercarse presuroso no encontró a nadie. Solo unas pisadas de pies descalzos, pies enormes, juzgó el doctor, pies curtidos y fuertes, se aventuró a interpretar. Parecía que Sergio no estaba solo en ese rincón del Tunuyán. La posibilidad de una compañía alteró los nervios del médico y esa noche le costó dormirse. Lo hizo, sí, pero se dormía y despertaba  por intervalos muy cortos.

Al otro día estuvo pensando en el extraño hecho de la noche anterior. Consultó entre la gente del pueblo pero todos le dijeron lo mismo. Nadie más vivía por esa zona. Temió entonces que fueran salteadores que habían observado su estado de soledad, y por la tarde viajó hasta Rivadavia y compró un rifle. El día pasó muy rápido y llegó la noche. Se sentó en la galería de su casa esperando algún movimiento en el jarillal pero nada pasó. La única presencia por allí fue un grupo de sapos que se acercaron atraídos por la luz de la casa, para cazar insectos. Se acostó y el sueño llegó pronto a sus ojos pero otra vez un sonido proveniente de la orilla del río lo despertó. Era un crepitar de ramas y hojas ardiendo. Se asomó por la ventana que daba al jarillal y divisó un resplandor de fogatas. Rápidamente se vistió, tomó su arma recién adquirida y corrió hacia el lugar del fulgor. Pero nada halló. El silencio era el dueño de la comarca, solo interrumpido por el croar de sapos y ranas y el canto de los grillos.

El día siguiente era sábado. Al ser la primera semana de servicio no estaba de guardia, por lo que se abocó a trabajar en su casa. Apuntaló la pared este, la de la cocina, a la que le faltaba poco para venirse abajo. Podó la parra de uva francesa y desmalezó el fondo. Pero siempre con la vista fija en el jarillal. ¿Qué sorpresa tendría para él el fantástico paraje? Caviló unos instantes hasta que finalmente decidió acercarse y reparó en algo que en las sombras no había distinguido. Las pisadas se habían renovado y a su lado restos de una hoguera todavía humeante daban la inequívoca señal de que ya no estaba solo en ese paraje. Esa noche decidió no dormir.

Mendoza se acostó en su rústico catre, con el rifle a su costado, esperando vaya a saber qué. Estuvo atento durante una hora, dos, tres. Pero a eso de las tres y media de la mañana sus ojos se cerraron y durmió. Y soñó. En un lecho de esterillas se hallaba un indio, sudoroso y bañado en sangre. Una profunda herida de bala penetraba en su hombro izquierdo y emitía alaridos que estremecían su casa. Se vio a sí mismo vestido con una pesada manta de guanaco, atada en su cintura por una cuerda. Era llamado Cayé por aquellos pobres diablos que huían de estruendos procedentes del otro lado del río. El hombre tendido en el piso parecía ser alguien importante para ellos.

El doctor Mendoza despertó bruscamente. Pero parecía seguir dormido. Guanizuil, así se llamaba el aborigen de su sueño, estaba tendido en el piso de su casa, con la herida supurando y temblando de fiebre. En el cuarto se encontraban cuatro personas más y él, el doctor Sergio Mendoza, era ahora Cayé, el machi de la tribu, en el que estaban cifradas todas las esperanzas de su pueblo para sanar a su jefe. En el fuego hervía la preparación de barro líquido y retama con la que curaba a los heridos, de dónde había obtenido esa natural receta?. En qué libro de medicina lo había leído? En ninguno en realidad. Provenía de sus ancestros, que siempre fueron magos y curanderos, con una sabiduría que traspasaba generaciones y circunstancias. Aplicó la preparación sobre Guanizuil y oró. Oró a Chez, la luna y a Jelú, el sol. Oró al gran Hunuc-Huar, el Señor de todo lo creado, habitante eterno de la Montaña. Oró, oró y lloró, por Guanizuil, por el cacique Cautacalá, por su pueblo, que había escapado a las hordas araucanas, a los voraces quechuas, pero antes los hombres barbudos nada podían, con sus enormes animales y sus bocas de trueno. No podía quedarse allí dentro mientras sus hermanos daban la vida afuera. Y salió. Tomó su lanza y se irguió altivo, también era un gran guerrero. Afuera sus hermanos peleaban con los españoles en el jarillal, los nativos eran valerosos pero los encomenderos guiados por Pedro Corvalán tenían el fuego y los centauros. Avanzó en marcha alocada sobre Corvalán pero una certera bala penetró en su corazón. Cayó fulminado sobre la misma hoguera que había visto en la mañana. A su lado caían los demás, que preferían dar su vida a ser exterminados en la ominosa esclavitud de las minas de cobre chilenas. Ahora Sergio Mendoza, Cayé, era uno solo con la tierra.

martes, 23 de noviembre de 2010

UNA METAMORFOSIS

Mi nombre es Isaías Bregovic. Fui profesor de la cátedra de Metafísica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo. Nunca pequé de falsa modestia, por lo que enumerar mis títulos y galardones es natural y necesario. Siempre intenté dejar una marca en mis alumnos, incorporando al marco teórico del espacio una visión personal y superadora. Para ello incluí allá por los años ’60 en el programa mi teoría sobre el desdoblamiento. Mi proposición era la siguiente: el horizonte de una partícula se convierte en la partícula de un horizonte más grande. Para esta proposición adopté el razonamiento ateniense, que sostenía la existencia de un desdoblamiento de los tiempos debido a aceleraciones de su transcurrir, y la aseveración de que para vivir había que utilizar un pasado, un presente y un futuro al mismo tiempo. Los griegos adquirieron este conocimiento en el contacto permanente que establecieron con Oriente, a través de Persia y la India, transportado a la Hélade por los sabios que acompañaban a Alejandro Magno. Pero mi aporte a este saber milenario fue ignorado y vilipendiado por mis colegas y alabado solo por quirománticos y parapsicólogos, con la consecuente sorna hacia mis escritos por parte de los círculos del saber mendocino. Mi contribución fue decir que este doble es nuestro verdadero “yo”. El cuerpo visible explora el espacio en nuestro tiempo, mientras que el otro, imperceptible para nuestra visión humana, viaja en los diferentes tiempos de nuestro desdoblamiento.

            Sigo con el relato de mi vida, porque quiero que quede bien en claro quien soy. No es que tenga dudas sobre mi identidad, es para que los demás lo sepan. Además de mi vida profesional, yo solía tener una vida personal. Una buena mujer, dedicada, delicada, bella, compañera y, por sobre todas estas cualidades, joven. Al conocerla creí enamorarme de su inteligencia y su sagacidad discursiva, pero con los años he comprendido que mi líbido se encendía debido a su juventud y su belleza, cualidades que en nuestro castellano deberían nominarse con el mismo vocablo. A pesar de mi madurez pronunciada, pude tener con ella dos hermosos hijos, hoy donceles de veinte y dieciocho años cada uno. Estimaba ser feliz con esa mujer y esa rutinaria existencia, pero ahora comprendo, entre estos cuatro muros, que solo era un fraude de mis sentidos.

            Existíamos en ese estado de bienestar cotidiano, alimentado de conversaciones familiares y de trabajo hasta que algo nuevo me sacó de aquella modorra. Un alumno nuevo, o antiguo del que yo no me había percatado de su presencia, se adscribió a mi cátedra. A pesar de su rostro cetrino y sus motas ingobernables, antónimos absolutos de mis rasgos adriáticos, encontraba en el algo mío, algo de lo que había sido en mis años de estudiante. Cierta seguridad y algo de soberbia intelectual, sumados a un interés manifiesto por mis investigaciones concibió en mi una camaradería inicial con Esteban, y muy pronto una férrea amistad. Se adosó inmediatamente a mi círculo de camaradas y fue el más jovial e inteligente de cuantos me rodeaban. Definitivamente era muy parecido a mí, era un adlátere perfecto.

            Un día decidí invitarlo a cenar con mi familia. Fernández arribó a la cita puntualmente, como lo hacía en cada clase de metafísica. La noche transcurrió de manera feliz entre charlas y vinos, pero Silvina me hizo notar algo de lo que yo no me había percatado: detrás de su carácter ameno mi mujer creyó descubrir un dejo de melancolía en sus ojos negros. Ahí hay algo en lo que alguna vez quisiera indagar, ese incomprensible don del sexo femenino para internarse en el interior de las personas a través de su mirada. Ante aquella alerta de mi esposa en los días subsiguientes intenté ahondar en la suposición de  Silvana, primero con acercamientos remilgosos sin ningún resultado más que evasivas, y luego con interrogaciones directas, ante las cuales Fernández un día dejó en libertad su alma y me narró su historia. Un amor de juventud, unos padres incomprensivos, un niño que no nació, una muerte joven, una tristeza sin fin.Y no pude menos que enternecerme con esa alma desolada escondida tras esa mirada que, aún no comprendía el motivo, comenzaba a inquietarme.

            A partir de ese momento Fernández y yo nos enlazamos en una amistad indestructible. Finalizadas las clases compartíamos conversaciones interminables acerca de filosofía, literatura francesa-pasión de los dos también- y de nuestras vidas, que parecían tan distintas en sus resultados finales pero no tanto en sus objetivos iniciales. Los dos habíamos soñado una vida familiar, los dos llevábamos en nosotros una ávida inquietud intelectual, los dos teníamos los mismos ideales, los míos ya vetustos, los de él en plena ebullición. Podría decir que aquellos días fui feliz, había encontrado en Fernández un amigo, el primero en mis 47 años.

            Una mañana de domingo, preparándome para asistir junto a Silvana a misa de 11 comencé a notar lo que hoy me perturba y me tiene en este estado.
Al peinarme noté mi cabello mucho más sedoso y dócil. Los dientes del peine pasaban fácilmente a través de mi pelo. Atribuí el fenómeno al oportuno cambio de shampoo. Eso ocurrió el domingo. El lunes al mirarme al espejo me vi la piel con una tonalidad morena que yo no poseía naturalmente. Se lo dije a Silvana en nuestra diaria rueda de mate y sonrió, diciendo que eran imaginaciones mías. No seguí hablando del asunto. Pero lo más extraordinario llegó al otro día. Al buscar la vestimenta que ese día iba a utilizar me quedaba holgada a mi cuerpo. Tenía la figura de un joven de veinte años, mi espalda derecha, mi torso juvenil, mis piernas monolíticas. Esta vez tuve pudor de citar la mutación notable de mi figura a Silvana temiendo que me tomara por loco, y apuré mi camino a la Facultad para contarseló a Fernández. Pero él también se veía distinto. Su pelo aparecía ceniciento, del tono de mis incipientes canas. Su piel era tostada pero no del color cetrino de ayer. Su cuerpo parecía tener encima el peso de los años transcurridos. Esta vez le aludí mis inquietudes y me miró de una manera extraña, no con la extrañeza que mis palabras hubieran provocado en otra persona sino con una complicidad mezclada con una picardía maligna que aún hoy me estremece. Pero en casa nadie parecía notar los cambios.

            Pasó la noche, noche en la cual no pude pegar un ojo. Me levanté en plena madrugada, a eso de las de las tres y media a mirarme al espejo, esperando encontrar al Igor Bregovic de siempre. Y solo encontré la figura de ese joven que era yo y no era al mismo tiempo. Así llegó la mañana del miércoles 7 de setiembre. Y horrorizado al mirarme nuevamente al espejo vi mis ojos que ahora tenían una forma rasgada, como los de Fernández. Y eran negros como los de Fernández. Mi rostro era el suyo. Mi cuerpo respondía a sus señales. Lo increpé encolerizado por ese robo de identidad y al hablar surgió de mis cuerdas vocales la transparente voz de mi alumno. Hubiera jurado que él no era más que un espejo, de pie en el centro de la sala. Poseía mi cuerpo, mi cara, mis ropas, mi voz, hasta mi cicatriz de una operación cuando era niño en mi vesícula, dato que comprobé al levantar sus ropas en medio de la pelea que promoví para constatar el último dato que le daba certeza a mi otredad. Nos trenzamos en una lucha cerrada, pero él era fuerte, hizo uso de mi cuerpo moldeado en horas de gimnasia y logró reducirme. La llamada a la policía y a mi esposo, el interrogatorio, la mirada socarrona de los policías de la seccional, el traslado a este lugar donde hoy voy decayendo a cada minuto, todo fue sucediendo como un flash.

            Y aquí estoy, con esta pobre gente abandonada a la buena de Dios, algunos que disfrutan de las migajas de cariño que les prodigan sus familiares, que se quedan pocos minutos como si la locura fuera contagiosa. Los que gozan de este mísero privilegio son los menos. Yo no lo tengo. Solo me asisten las enfermeras, una de las cuales me proveyó de papel y una lapicera para poder escribir esta carta a quien quiera leer, la verdad que el destinatario poco me importa. Solo quiero que se sepa mi verdad. Que tampoco le importa a nadie. Allá en Vistalba Fernández, para todo el mundo yo, juega con mis hijos, sale a cenar con mis amigas y se acuesta con mi esposa. Y nadie nota el trueque. Ni lo notará.