La Hora

Junín, Mendoza

martes, 1 de noviembre de 2011

CHACÓN


Esteban Iraola se ha despertado. El sol de enero abraza el campo santarrosino. Iraola se desabrocha la chaqueta azul. Siente una acuciante presión en la garganta, mezcla de calor, sed y decepción. Apoya su fusil en tierra como apoyo para ponerse en pie, pero al afirmar su pie derecho experimenta un dolor lacerante, similar a los que sintió alguna vez en sus  micciones sifilíticas. Como puede se traslada hasta un tronco de chañar que yace en el campo. El tronco yace, como yacen también cientos de casacas azules y rojas, esparcidas entre las lomas. El olor a pólvora y a sangre seca penetra en las fosas nasales del soldado malherido, y al conocer por primera vez cual es el aroma de la muerte vomita sobre sus propias botas.

Escucha un grito a sus espaldas. A pesar de su pierna lastimada se traslada hacia donde cree que surge el sonido. Descubre al sargento Huidobro. El cuadro es horroroso. El sargento está acostado en medio de un charco de agua, pues, para aumentar el cuadro dantesco, ha llovido mucho en el Chacón. A unos diez metros está, abandonada a su suerte, la pierna derecha del superior.
-                           Iraola, máteme- le dice al oído con un hilo de voz.

Iraola no puede hacerlo. Es extraña la sensación. Durante toda aquella tarde no ha hecho otra cosa que matar, pero darle el toque final a un moribundo le parece un crimen atroz. Más Huidobro le toma la mano con fuerza y su mirada es como una daga. Es un superior y debe obedecerlo. Toma una distancia acorde con el hecho, toma su ballesta con firmeza y un disparo certero se incrusta en la frente del sargento. La sangre salpica a Iraola, quien comprueba que ha perdido cualquier sentimiento hacia la muerte que pudiera haber tenido hasta ese momento.

Ya tiene una muerte más sobre sus espaldas. Ahora es una muerte pedida, buscada, el difunto tiene nombre y apellido, porta su mismo color. Ya no se trata de alguno con divisa punzó. Es uno de los suyos. Pero, ¿no son de los suyos también los otros?. Son riojanos, sanjuaninos, puntanos, tucumanos, hasta mendocinos igual que él. No se había puesto a pensar que alguno de esos cuerpos puede ser de un habitante de El Retamo, tal como lo es él. ¿Cómo no considerar la posibilidad de qué su primo Evaristo mire con sus ojos perdidos al sol, aguardando el punzón de las aves de rapiña?. Todavía se acuerda cuando su pariente siguió a La Sombra Terrible de los Llanos, cuando anduvo por La Posta sembrando el miedo. Ese gaucho atrevido y falaz, que pasaba cual Atila derribando imperios. Siempre creyó que la razón se impondría al final a la fuerza. Sin embargo, ¿en el campo de batalla imperaba la razón?. Si Evaristo estaba en ese campo, y había muerto: ¿quién el aseguraba que su bala no lo había atravesado?.

El humo todavía reina sobre las lomas inertes. No hay nadie vivo. De pronto oye un galope a sus espaldas. Distingue uno, dos, tres jinetes vestidos de ponchos rojos, con los cabellos revueltos y las barbas crecidas. Se acercan cada vez más y Esteban casi no tiene alternativas para evitar a los federales que se acercan. Decide acostarse en el campo y simular que es un cadáver más. El sol cae sobre sus ojos cerrados y las moscas lo importunan, ya que a pocos centímetros yace un soldado con un ojo reventado y una mano menos. El dolor de su pie es inaguantable, pero la perspectiva de morir acribillado por los salvajes es aún más desolador.

Los centauros bajan de sus monturas y se disponen a inspeccionar los cuerpos yacientes. Como es natural se preocupan por sus soldados para comprobar si alguno está vivo. Iraola sigue su farsa a duras penas. El sudor corre por su frente, y debe realizar un esfuerzo sobrehumano para controlar el terror que le provoca la vecindad de los soldados federales, pero sobre todo el que le inspira su jefe. A escasos milímetros de su cabeza pasa la bota izquierda de Facundo Quiroga y lo mira fijamente. Su fama de rastreador vuelve a la memoria de Iraola y casi se siente muerto. Pero el general parece no haberse percatado que el salvaje unitario que está frente a él solo tiene un raspón en su pierna. Se alejan unos metros y cuando Iraola cree estar a salvo asume una actitud que lo condenará. Como puede se levanta y, en dirección contraria a los enemigos huye alocadamente, ya que no hay donde huir ni quien lo auxilie. Quiroga y sus hombres giran sobre si mismos. Si hubiera pedido clemencia le habría sido otorgada. Pero el general no puede perdonar la cobardía. Con un disparo certero atraviesa la testa pusilánime del unitario, cayendo sobre un tronco de chañar.

          A escasos metros el tambor Ignacio Reyes, absuelto de cualquier homicidio debido a sus doce años de edad observa la acción. Años más tarde, en la coqueta Mendoza de los ’80 presentará en el Club de Armas su colección de pinturas, entre las que se destaca Chacón, en la que se observa a un valiente unitario acribillado por la espalda por unos federales traicioneros. La historia contada por los que ganan había ganado un nuevo héroe.

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