La Hora

Junín, Mendoza

lunes, 31 de enero de 2011

El Gauchito

 Conocí a Retamales en un pintoresco bar de Almagro en el ‘36. Yo estaba compartiendo un vino con mis amigos de aquellos primeros tiempos en Buenos Aires, tiempos difíciles en los que un menesteroso conventillo alcanzaba como vivienda, y un guiso de arroz lograba saciar mi demandante apetito. Esa tarde me acompañaban Ávila, el tendero andaluz; Pedro, el lustrador que trabajaba en la puerta del Banco Nación; Gorostiaga, escritor frustrado y anarquista sin coraje; y Andolini, el tano del puerto. Ese carlón añejo que don Justo guardaba en el sótano de “El Banderín” humedecía nuestra conversación. Ocupábamos, como todos los viernes, la mesa al lado de la ventana que daba a Guardia Vieja, para observar a los transeúntes ir y venir del cercano Abasto. Noté la presencia de Retamales en la mesa contigua, por el elevado tono de su voz aguardentosa. Robusto, de hombros anchos y abdomen prominente, su imponente figura resultaba desagradable e inquietante, por su barba descuidada y su rancio olor a ginebra concentrada. Se destacaba entre sus compañeros de mesa, por sus gritos y malos tratos hacia el mozo. En las demás mesas se observaban gestos de desaprobación hacia el fastidioso vecino. Se vanagloriaba de haber cometido varios crímenes, pero en un principio me pareció intrascendente la perorata del rufián, algo común en aquellos años en la Capital, donde los compadritos más variopintos infestaban los barrios del Sur. Más en un momento brotó de su boca la palabra que convocó mi atención: “Mendoza”.

            Yo había llegado de la provincia hacía cinco años, huyendo de una brutal crisis económica y social. El lencinismo y los demócratas se disputaban el dominio político de la provincia, unos para combatir y los otros para defender a rajatabla el fraude patriótico, eufemismo simpático que escondía tras esos dos términos el rostro de la infamia. Pero esas trampas utilizadas por el conservadurismo mendocino no pudieron anular los efectos refrescantes de los gobiernos lencinistas, antecedente de las reivindicaciones confirmadas en los ’50, y mantenían su poder debido a su dinero vinífero y sus inicuos matones. Mi familia había militado actívamente al lado de José Néstor Lencinas primero, y luego acompañando al gauchito Carlos Washington y a Don Bautista Gargantini, del que mi padre era contratista en Los Campamentos, por lo que mi presencia en una Mendoza gobernada por gansos era insostenible y por demás peligrosa. Tomé mis pertenencias y partí una mañana de enero desde la Estación San Martín, llorando y mordiéndome de rabia por dejar a mi tierra y mi gente. Y ahora me encontraba en ese bar, con esos amigos y escuchando a ese truhán jactándose de sus atropellos y, en especial, del que había congregado mi curiosidad.

            El personaje comenzó a contar detalles a sus compañeros de mesa, algunos de los cuales se encontraban notoriamente bajo los efectos de la ginebra y lanzaban ante cada atropello verbal de Retamales una burda expresión, acorde con el porte de su interlocutor. Refirió a los Mussi y los Vecchio, reconocidas familias patricias de la provincia, quienes habrían financiado el magnicidio, en componenda con el gobierno nacional, radical como el gauchito, pero enemigo político del lencinismo desde los tiempos de don  José Néstor. Mentó al pobre Cáceres, quien fue acusado del crimen “por una cuestión de polleras”, según el espurio informe de la policía, y que luego encontró también la muerte, en la balacera que siguió a la muerte del Gauchito, bala saliente de un arma oficial de acuerdo al relato de Retamales. Detalló de la misma manera el pago a su infame servicio, en un bar de San Martín y Necochea, la salida a través de la frontera con San Juan, a caballo y acompañado de los guardianes del orden, luego su paso por San Luis, dónde junto a bandidos locales robó en el Banco de Villa Mercedes, y con el botín marchó a Buenos Aires, marcando el final de su periplo un contrato en el puerto, por recomendación de sus acaudalados amigos de Mendoza. Yo en la mesa contigua no podía comprender el descaro del tipejo, y asqueado por lo que había escuchado me fui a la pensión dónde vivía. Casi no pude dormir, relacionaba lo oído con lo que sufrió mi familia en Rivadavia, y no pude menos que odiar a Retamales y a todos los de su calaña que, olvidando sus orígenes, entregaban su brazo al asesinato de los defensores del pueblo.

            Mi estada en Buenos Aires dejó de ser momentánea, ya que  unos días después del irritante encuentro conseguí por mediación de un amigo un buen trabajo en la industria de los neumáticos en el sur del conurbano. Me casé con Antonia, una buena mujer que conocí en un cine de Temperley, adónde recurría para tener un momento de esparcimiento que mitigara la fatiga del trabajo y la nostalgia por mi Rivadavia natal. Nos mudamos a Lomas de Zamora y allí fuimos felices, viajando una vez al año a Mendoza. Allí permanecimos durante cuarenta años, tuvimos nuestros dos hijos y los primeros nietos, volviendo a mi provincia en esas visitas habituales de todos los años y las extraordinarias de las muertes de papá y mamá. Pero siempre permanecía en mi alma la intención de volver a respirar el aire montañés.

            Y así fue que volvimos en el ’58, en plena Libertadora. Los infames habían vuelto a mandonear en el país y decidimos con Antonia alejarnos del clima reinante en la capital e instalarnos en Mendoza. Con nuestros hijos ya casados ya nada nos ataba a la gran ciudad y emprendimos el viaje a la que sería nuestra última morada hasta el día de hoy. Redescubrí Mendoza, y vi que linda y grande estaba Rivadavia, y me alabé por la decisión de volver. Con mi jubilación en el bolsillo, nuestra vida fue tranquila y paradisíaca en el que realmente era mi mundo. Me hice de nuevos amigos,compartiendo tardes de fútbol los domingos y truco hasta el amanecer los viernes.

            Justamente un viernes caminaba por las calles de la ciudad y al pasar por un bar en la esquina de San Martín y Sarmiento lo ví. Sentado en una mesa vecina a la ventana estaba Retamales, solo, tomándose un café. Me quedé mirándolo unos segundos, eternos por otra parte, recordando en ese rostro odiado mis años de autoexilio. Luego de pensarlo entré al bar, me paré frente a él y sin más rodeos me presenté ante él. No mostró sorpresa, es más, parecía haberme esperado. Le hablé de aquella noche de “El banderín”, de la conversación que había escuchado casi sin proponérmelo, de mi simpatía por aquel que él había asesinado, del mal que a mi criterio había asestado a los humildes mendocinos. Retamales nada más observaba, asintiendo a cada una de mis afirmaciones y sin visos de una reacción intempestiva. Pero algo extraño había en este Retamales. No era aquel bribón de Almagro, su faz plañía de paz y desencanto. Había algo más extraño todavía. El otrora bandido lucía físicamente tal como hacía cuarenta años atrás. Ni una arruga, sus cabellos eran renegridos como en ese momento, y su porte era igualmente imponente. Nos miramos durante unos segundos, yo asombrado por la lozanía del asesino, él igualmente sorprendido ante mi descaro y mi intrepidez.

-¿Qué? ¿Me piensa denunciar?- me dijo.

- No- le contesté. –Si no lo hice hasta ahora no lo haré. Además: ¿qué sentido tendría? El Gauchito está muerto desde hace casi treinta años, y usted parece gozar de una eterna inmunidad. No tendría ningún sentido- repetí moviendo la cabeza en señal de negación.

- No se confunda mi amigo. No es tan así como usted piensa- contestó Retamales.
Lo observé con un dejo de desconcierto. Lencinas estaba muerto, de eso no había ninguna duda. La inmunidad política estaba comprobada por los hechos. Le pedí una explicación y el hombre me contestó con absoluta calma.

-Lo primero que le digo es que me he retirado del negocio. De haber seguido con mis trabajos usted estaría muerto ahora, con la cabeza sobre la mesa y su vientre destrozado. Pero ya no llevo armas conmigo. Me dieron mi sustento por un tiempo pero tambíen fueron causas de mi desgracia actual.

-Pero se lo ve muy bien vestido, arreglado, distinto de cómo lo vi en el ’36- me atreví a contestarle.

-Si, esos “trabajitos” me dieron una cierta tranquilidad económica. Pero también me dieron este tormento que arrastro desde aquella tarde en esta misma ciudad. Tal como usted escuchó en ese bar de Almagro, yo maté a Lencinas. Estuvo todo muy bien organizado y mi libertad jamás se vio amenazada, en parte por la casi perfección del trabajo, en parte por la protección que me dieron los políticos. Al principio no me di cuenta de lo que pasaba, pero cuando pasan diez años y usted sigue teniendo la misma cara, el mismo pelo, no tiene dolores en el cuerpo…esas son señales de que algo raro hay. Cuando usted me conoció yo tenía cuarenta y dos años. Pedí a Dios y al Diablo saber que me pasaba, alguno de los dos tendría que contestarme. Esto fue en el año ’40. Y la respuesta que logré fue la aparición a los pies de mi cama de un hombre vestido con traje y corbata y un poncho en el hombro izquierdo. Sí amigo, es lo que usted está pensando. El espectro a los pies de mi lecho era El Gauchito. Y allí comprendí cual era el castigo a mis crímenes. Yo había matado su cuerpo, pero su alma era inmortal. Permanecía en el corazón del pueblo y la historia lo recordaría por siempre. Yo, en cambio, había alcanzado la inmortalidad del cuerpo y la consiguiente pérdida de mi alma. Usted creerá que es un gran beneficio, pero, créame, es una tortura interminable ver morir a los seres queridos y no tener ni siquiera  la esperanza de acompañarlos en la otra vida. Aquí me quedaré ver pasar los tiempos detenido en esta eterna agonía.

            Saludé a Retamales y me fui un poco confundido por su discurso, pero con el tiempo comprendí lo que me había dicho. El hombre busca desde tiempos inmemoriales la fórmula de la inmortalidad. Pero esta llega por nuestros actos en esta vida, no por la juventud eterna. Allí quedaba Retamales, detenido en el tiempo, destinado a hundirse en la abulia y la desilusión. Y allí quedaba El Gauchito, vivo para siempre en la memoria colectiva de su pueblo.