El imaginario popular se nutre de historias y narraciones que ilustran acerca de los modos de vivir de los pueblos. Cada país, cada provincia, cada paraje tiene su mitología, hecha de comentarios, memorias reales y de las otras. Se entrecruzan santos populares, mitos provenientes de la tradición aborigen, los traídos por los inmigrantes y la hagiografía cristiana, todo mixturado en una extraña convivencia.
Lo que voy a contar me sucedió hace ya unos años. Era joven y agraciado, según la opinión común de mis amigos y mis amantes. No poseía el don de la fidelidad, por lo que las mujeres eran para mí sosiego para mis apetitos momentáneos. Mis métodos de seducción eran acendrados, poseía una retórica envidiable que me granjeaba el encono de algunos pares y la popularidad en el sexo femenino. Además, siempre llevaba dinero en mis bolsillos, por lo que les proporcionaba a mis eventuales compañías el placer de los más exquisitos paseos. No carecía tampoco de generosidad para con mis amigos, y la mesa que compartíamos en algún bar o restó estaba siempre regada de buena comida y buenos vinos.
Provoqué en algunas de estas muchachas algunas decepciones y llantos, no lo niego. Pero creía en mi soberbia que estos requiebres eran propias del alma débil que poseen las féminas, que ya encontrarían otro galán que extirpara de su corazón mi recuerdo. Sus nombres representaban para mí sólo una marca en un catálogo que comenzó a mis catorce años con Susana, la solícita trabajadora del sexo que me hizo hombre en aquel tugurio de Dorrego. Más mis diversiones no sólo eran las mujeres. El asado de los viernes era un ritual inapelable para mi grupo de camaradas, con quienes nos reuníamos en la casa de alguno, o simplemente realizábamos alguna excursión al Carrizal, al Dique Benegas o a Potrerillos. El destino de aquella noche fue el caudaloso canal que costea la Calle Tres Acequias, acceso a la localidad de Medrano. Las noches en ese paraje ofrecen brisas refrescantes, debido a la cercanía del Río Tunuyán y los cauces artificiales que parten del dique. Las riberas del canal son propicias para detener el automóvil y pasar un rato agradable. Y fue así que aquella noche de noviembre decidimos detenernos, a unos metros de la calle de La Virgen. Bajamos del auto, parrilla, una pequeña mesa de jardín y algunas banquetas. Y por supuesto, la carne para el asado. Sin olvidar el vino aportado por uno de los chicos. Colocamos la carne sobre la parrilla luego de haber prendido el fuego cuando la vi. Ninguno de mis compañeros había reparado en la extraña presencia de esa joven, a esas horas de la noche.
Era blanca, lívida, etérea. Vestía de blanco y portaba en su pelo un jazmín. La visión me obnubiló y encendió mi lujuria indomable, pero además mi curiosidad. Se los dije a mis amigos, pero ninguno de ellos la vio. Fui objeto de las chanzas más crueles y acreditaron mi reciente percepción a los efectos del alcohol. Me senté a compartir la reunión y olvidarme de lo que había visto, pero al girar la cabeza la pude ver escondida entre los sauces circundantes. Le pedí a Javier, el único que no me había hecho objeto de burlas para que me acompañara a comprobar la visión, pero nada sucedió. Al internarnos entre los árboles lo único que encontramos fue una comadreja que salía de un viñedo cercano.
Esa noche transcurrió de allí en más sin más sobresaltos que el sonido de los coches que transitaban por la ruta, pero siempre tuve la sensación, en esas tres horas que permanecimos en el lugar, de ser observado por unos ojos brillantes e inquisidores. No hablé más del asunto, mas por temor a las pullas ajenas que por convencimiento de mi error. Yo sentía esa presencia, advertía que no éramos los únicos en ese lugar.
Nos fuimos a nuestros hogares. Intenté dormir sin embargo la remembranza de la mujer blanca no dejó que conciliara el sueño. Se me aparecía en mi vigilia tortuosa, con su rostro suave, con sus ojos de lince, con su porte de dama selecta. La veía sentada al pie de un sauce, llorando quien sabe por qué pretérita aflicción. Dirigía su mirada hacia mí y extendía su mano derecha para tratar de alcanzarme con sus largos dedos. Hasta me pareció, en mi locura nocturna que susurraba suavemente en mis oídos:
- Martín, te estoy esperando, no dilates más tu llegada.
La noche siguiente volví, pero esta vez solo. Quería comprobar si estaba volviéndome loco o lo que había percibido era real. Estacioné mi auto en el mismo lugar en que nos detuvimos la noche anterior, pasaron los minutos y nada ocurrió. Transcurrió una hora y lo único que se oía era el ulular de los sauces meciéndose al sentirse acariciados por el viento. Estaba por abandonar mi vigilancia cuando de pronto la vi. Se encontraba al otro lado del canal. Su pose serena llamó mi atención. Tocaba con las yemas de sus dedos los arbustos más altos y su vestido blanco se agitaba al recibir la brisa fresca de la noche. La llamé, o creo que la llamé, porque una resequedad inaudita quemaba mi garganta. Al ya no poder emitir palabra opté por intentar acercarla a mí con ademanes ampulosos. Ella sonrió y siguió con su paseo primaveral. Entonces tomé la determinación. Debía cruzar el caudaloso canal y para lograr ese objetivo debía encontrar un puente, una rama, un tronco suspendido sobre el agua, algo que me facilitara el paso hacia el otro lado. Hallé dos troncos amarrados con alambre, rústica plataforma que utilizaban los trabajadores de la zona para sortear el canal. Comencé a caminar por él con resolución pero de pronto mi dama nívea dio un paso atrás. Apuré la marcha más en ese instante el viento comenzó a correr más fuerte, en contra de mi dirección. Faltaban muy pocos centímetros para llegar a la otra orilla, ya casi había alcanzado mi objetivo cuando una violenta ráfaga sacudió mis piernas, golpeó mi rostro y arrastró mi humanidad hacia el caudal embravecido por el inesperado e inoportuno céfiro del sur.
Al poco tiempo pude saber quien era la dama por la cual arriesgué mi vida, tranquila y ayuna de obligaciones hasta ese momento. La niña en cuestión es llamada por los lugareños como “La llorona”. Se trataba de una joven que había perdido su amor en una de las montoneras decimonónicas desatadas por Aldao, siendo él y su familia masacrados por los crueles sicarios, y su hacienda saqueada y posteriormente quemada. La joven se había dejado morir de tristeza, renunciando a comer hasta terminar sus días en la más absoluta demacración y destrucción física.