La Hora

Junín, Mendoza

jueves, 23 de junio de 2011

LA ESPERA

Andrés se levanta, como todos los días, a las seis y veinte. El sonoro despertador lo llama a cumplir con la tarea diaria. Enciende el velador y comienza a vestirse. Hace calor, más que de costumbre. La camisa de grafa que planchó la noche anterior, el pantalón, las alpargatas, todo está sobre la silla de mimbre. Mientras se viste observa a María. Sigue recostada, su cabeza se hunde profundamente en la almohada. Le da un beso en la frente y va hacia la cocina. La habitación permanece silenciosa. María sigue descansando como si nada pasara. Después de desayunar Andrés parte hacia la faena diaria.

Andrés abre el galpón. A su lado Mandinga, un dogo argentino, viejo compañero de su padre y ahora junto a él, salta de alegría al ver a su amo. El sol del amanecer le regala tonos amarillos a las paredes de la casa y tiñe de oro los álamos más altos. Toma la zapa y se interna en el terroso suelo de la viña. Levanta la herramienta sobre su cabeza y con un golpe seco abre el surco para que el agua fluya por él. Su vida siempre fue esa, partir la tierra en dos para que el agua dé vida a las vides. Mandinga corre a lo largo de la hilera, tratando de alcanzar a los caranchos que sobrevuelan la casa. El hierro va y viene por el cauce. Hace cinco años que su historia se reduce a la rutina del viñedo: abrir la tierra, regar por las noches, la poda, la atada, la cosecha que corona el trajín de todo un año. Mientras trabaja recuerda como llegó a Andrade. Llegó junto a María de la Capital, a hacerse cargo de la finca de su padre, y buscando un poco de paz para la joven pareja recién casada. Aquello le parecía un paraíso. Se enamoró de las anchas arboledas, del sonido del agua corriendo por la acequia, de aquella casa arrullada por los trinos de los pájaros y los cantos de los sapos. María también cantaba, siempre cantaba: cuando lavaba la ropa, cuando regaba las plantas, cuando cocinaba las empanadas en el horno de barro, cuando le daba de comer a Mandinga. Pero esa vida de canto y amor había cambiado mucho últimamente.

El sol se empeña en agobiar a Andrés, envuelta su camisa en un sudor molesto. Pasan una, dos, tres horas. Es momento de volver a casa. La hora del almuerzo. Ahora deja los instrumentos de labranza por los utensilios de cocina. María hace ya mucho tiempo que no puede realizar esa tarea. Está postrada en su cama, el cáncer ha vencido ese cuerpo joven y lleno de vida. El cáncer, ese mismo silencioso enemigo que les negó la posibilidad de la llegada de un hijo.

Sentado en una silla al borde del lecho Andrés se dispone a alimentar a su mujer con extrema dulzura.
-                           Así estás mejor amor- le dice Andrés a su esposa acariciándole el pelo. – Se te nota más tranquila – agrega el solícito esposo acomodando la almohada para que su amada esté más cómoda.
-                           Abrí un poquito la boca, así amor, muy bien. Hice humita, en chala como te gusta a vos… ¿No comés más?. Bueno, a decir verdad yo tampoco tengo mucho hambre -. Dos lágrimas corren presurosas por el rostro sucio de Andrés, dejando un rastro blanquecino.
-                           Amor, hoy viene a visitarte tu papá – dice Andrés, volviendo a recostar a María. – ¿Estás contenta?. Sí, seguro que sí. Hace mucho que Carlos no venía.

Andrés vuelve a la viña, devastado por el lacerante silencio de María, arrastrado a la más desgarradora soledad. La tarde de noviembre castiga sin piedad la tierra cada vez más caliente. Por la huella se levanta una nube de polvo. Se acerca un vehículo, sin dudas.

-                           Ese debe ser Carlos- se dice Andrés a sí mismo. Creí que llegaría más tarde. Pero bueno, era hora de que viniera. Amor se acerca el momento- le dice el amo a su perro, que parece comprender el dolor que encierran las palabras del hombre. El animal gime y lame las manos labradoras.

La camioneta se detiene. Desde la viña Andrés observa la escena. Mandinga corre para recibir al padre de su ama,  y con sus ladridos le indica que la puerta está abierta. Carlos hace girar el picaporte y entra en la casa. Andrés continúa observando la escena, estático. Mandinga guía a Carlos hasta la habitación. Desde la sala se percibe un olor extraño, fétido, fatal. Carlos acelera sus pasos hasta la puerta del dormitorio y la ve. Horrorizado, frente a él está su hija menor, recostada, con un inmundo color verdoso en la piel, hinchada a punto de reventar, con el rostro detenido en el tiempo, con la vista fija para siempre en un punto luminoso de la pared. En su boca asoma la comida que su marido intentó introducir en su boca. A su lado Mandinga no para de aullar. Afuera, los caranchos vuelan sobre la casa, sobre la viña, sobre Andrés.

miércoles, 1 de junio de 2011

MALA FORTUNA


Nunca fui supersticioso, por lo que la fecha viernes 13 de julio me era absolutamente indiferente. Ese día debía encontrarme con Laura, la chica del 6º B. Me atrajo desde el primer día en que la vi llegar al edificio. Un par de encuentros casuales en el ascensor, una que otra coincidencia en la puerta, un hola a la pasada, parecían darme indicios de una afición mutua. Laura era bella, sofisticada, sensual, una verdadera belleza. La noche que encontré el papel que había lanzado por debajo de la puerta el corazón parecía salirse de mi pecho. Te espero el viernes a las 6 de la tarde en la Peatonal. Laura. Leí la nota unas diez veces aproximadamente y me dispuse a prepararme para el gran evento.

Elegí mi mejor camisa, a cuadros en distintos tonos en verde. Un jean beige y zapatos marrones completaban mi atuendo de conquistador de cabotaje.  Me perfumé y me vi frente al espejo para comprobar si ese rostro mío era digno de ser amado por aquella ninfa moderna que el destino había puesto frente a mí. El reloj despertador de mi habitación marcaba las 5. Tenía bastante tiempo antes de la cita, pero una de mis principales virtudes era la puntualidad, por lo que decidí llegar antes que ella al café para demostrar mi creciente interés.

Al salir del edificio saludé al portero, quien levantó la mano para despedirme. Estaba controlando a los pintores, quienes blanqueaban la fachada. La brocha se resbaló de la mano de uno de ellos, cayendo a escasos veinte metros de mi paso, salpicando mis zapatos recién lustrados. Lancé mis más abyectos improperios hacia el trabajador, que me contestó solamente con una sonrisa sardónica, amparado en la impunidad que le otorgaba las alturas. El portero me acercó un trapo para limpiar mis tamangos. Quedaron medianamente bien, pero sentí la mala suerte cayendo sobre mis espaldas. Caminé dos cuadras hasta la parada del micro, ya que estaba bastante lejos del centro.

 ¿Han esperado el micro un día en el que están ansiosos?. Yo sí, ese día. Pasaron cinco, diez, quince, veinte minutos… y nada. Me compré un paquete de pastillas en un quiosco y miraba el reloj obsesivamente. El ómnibus llegó con cuarenta minutos de retraso. Evidentemente mi cita con Laura ya no dependía de mi voluntad sino de las circunstancias que el destino ponía en mi camino. El viaje fue otra odisea. Fui parado, agarrado a  duras penas del pasamanos y con el portafolios de un vendedor de seguros clavado en mis costillas. Un bebé vomitaba a escasos milímetros de mi persona, con la hedentina correspondiente penetrando en mis fosas nasales, mezclado con el hipnotizante olor a ajo que brotaba de las bolsas del muchacho del fondo, y el perfume barato de la cincuentona de escote generoso parada a mi lado. Extraje un pañuelo de mi bolsillo (soy de los que sigue utilizando pañuelos de tela) y lo coloque sobre mi nariz para que no siguiera siendo dañada por la atmósfera del transporte público. La inagotable travesía finalizó con una brutal frenada que dejó a medio pasaje haciendo equilibrio para evitar caer en efecto dominó, efecto que por supuesto me arrastró a mí también.

Bajé a las seis menos cuarto. El café quedaba a dos cuadras. Caminaba con cierta tranquilidad por Plaza España, pensando en las sucesivas peripecias que me habían ocurrido mientras una señora muy atenta levantaba sus manos para saludarme. No, no me estaba saludando, en realidad la estaban asaltando. El chorro luego de haber conseguido su exiguo motín corrió hacia donde yo avanzaba con tanta mala suerte para él que me atropelló, cayendo en una sola masa el caco y yo. Los transeúntes se abalanzaron sobre él y en segundos llegó un policía. Los uniformados nunca llegan a tiempo pero a mí me tocó el más solícito agente del orden, quien se empeñó en realizar el procedimiento correcto, llevándome a la comisaría más cercana para tomarme declaración. En la seccional poco les importó mi cita con mi vecina Laura. Me desocupé de mis deberes de ciudadano a las seis y media y al arribar al café Laura ya no se encontraba allí…

           Elegí mi mejor camisa, a cuadros en distintos tonos en verde. Un jean beige y zapatos marrones completaban mi atuendo de conquistador de cabotaje.  Me perfumé y me vi frente al espejo para comprobar si ese rostro mío era digno de ser amado por aquella ninfa moderna que el destino había puesto frente a mí. El reloj despertador de mi habitación marcaba las 5. Aunque pensándolo bien hoy es viernes 13, parece que va a llover y en verdad Laura tanto tanto no me gusta.