Andrés se levanta, como todos los días, a las seis y veinte. El sonoro despertador lo llama a cumplir con la tarea diaria. Enciende el velador y comienza a vestirse. Hace calor, más que de costumbre. La camisa de grafa que planchó la noche anterior, el pantalón, las alpargatas, todo está sobre la silla de mimbre. Mientras se viste observa a María. Sigue recostada, su cabeza se hunde profundamente en la almohada. Le da un beso en la frente y va hacia la cocina. La habitación permanece silenciosa. María sigue descansando como si nada pasara. Después de desayunar Andrés parte hacia la faena diaria.
Andrés abre el galpón. A su lado Mandinga, un dogo argentino, viejo compañero de su padre y ahora junto a él, salta de alegría al ver a su amo. El sol del amanecer le regala tonos amarillos a las paredes de la casa y tiñe de oro los álamos más altos. Toma la zapa y se interna en el terroso suelo de la viña. Levanta la herramienta sobre su cabeza y con un golpe seco abre el surco para que el agua fluya por él. Su vida siempre fue esa, partir la tierra en dos para que el agua dé vida a las vides. Mandinga corre a lo largo de la hilera, tratando de alcanzar a los caranchos que sobrevuelan la casa. El hierro va y viene por el cauce. Hace cinco años que su historia se reduce a la rutina del viñedo: abrir la tierra, regar por las noches, la poda, la atada, la cosecha que corona el trajín de todo un año. Mientras trabaja recuerda como llegó a Andrade. Llegó junto a María de la Capital , a hacerse cargo de la finca de su padre, y buscando un poco de paz para la joven pareja recién casada. Aquello le parecía un paraíso. Se enamoró de las anchas arboledas, del sonido del agua corriendo por la acequia, de aquella casa arrullada por los trinos de los pájaros y los cantos de los sapos. María también cantaba, siempre cantaba: cuando lavaba la ropa, cuando regaba las plantas, cuando cocinaba las empanadas en el horno de barro, cuando le daba de comer a Mandinga. Pero esa vida de canto y amor había cambiado mucho últimamente.
El sol se empeña en agobiar a Andrés, envuelta su camisa en un sudor molesto. Pasan una, dos, tres horas. Es momento de volver a casa. La hora del almuerzo. Ahora deja los instrumentos de labranza por los utensilios de cocina. María hace ya mucho tiempo que no puede realizar esa tarea. Está postrada en su cama, el cáncer ha vencido ese cuerpo joven y lleno de vida. El cáncer, ese mismo silencioso enemigo que les negó la posibilidad de la llegada de un hijo.
Sentado en una silla al borde del lecho Andrés se dispone a alimentar a su mujer con extrema dulzura.
- Así estás mejor amor- le dice Andrés a su esposa acariciándole el pelo. – Se te nota más tranquila – agrega el solícito esposo acomodando la almohada para que su amada esté más cómoda.
- Abrí un poquito la boca, así amor, muy bien. Hice humita, en chala como te gusta a vos… ¿No comés más?. Bueno, a decir verdad yo tampoco tengo mucho hambre -. Dos lágrimas corren presurosas por el rostro sucio de Andrés, dejando un rastro blanquecino.
- Amor, hoy viene a visitarte tu papá – dice Andrés, volviendo a recostar a María. – ¿Estás contenta?. Sí, seguro que sí. Hace mucho que Carlos no venía.
Andrés vuelve a la viña, devastado por el lacerante silencio de María, arrastrado a la más desgarradora soledad. La tarde de noviembre castiga sin piedad la tierra cada vez más caliente. Por la huella se levanta una nube de polvo. Se acerca un vehículo, sin dudas.
- Ese debe ser Carlos- se dice Andrés a sí mismo. Creí que llegaría más tarde. Pero bueno, era hora de que viniera. Amor se acerca el momento- le dice el amo a su perro, que parece comprender el dolor que encierran las palabras del hombre. El animal gime y lame las manos labradoras.